Dios en la vida cotidiana

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Breves palabras, muy breves, casi una insinuación, para compartir con­tigo el deseo de renovar el anhelo de Dios en la vida cotidiana. Breves palabras, muy breves, casi una insinuación, para que, a la luz de las enseñanzas de los grandes maes­tros, recuperemos la dimensión mística de la fidelidad cristiana.

Llamados a ser místicos

Sí, todos llamados a ser místicos, no sólo unos pocos privilegiados; porque, como mantienen con rotundidad nues­tros grandes santos, la vida mística no consiste ni en desear ni en experimen­tar fenómenos extraordinarios («que esto pertenece al designio de Dios y es soberbia quererlos para sí» -dice Santa Teresa de Jesús—), sino en asumir un estilo de vida que permita «encontrar a Dios en todas las cosas, «estar en la presencia de Dios todo el día», «hacer todo en su presencia». Por eso, la ex­presión que está siempre presente, de manera espontánea, en los labios de los amigos de Dios: «aquí estoy para hacer tu voluntad», nos enseña la esen­cia, la identidad, la definición de la mística cristiana, mística de ojos abier­tos, mirada profunda para descubrir la voluntad de Dios en el acontecer de nuestra vida cotidiana.

María, la primera maestra
Contemplemos, por un mo­mento, su modo de estar en las Bodas de Caná (Jn. 2). Y si contemplamos sin prejuicios, sin ideas preconcebidas, sin tortuosas explicaciones exegéticas y/o teológicas, es fácil convenir que una mujer que camina por la vida con los ojos cerrados, con los oídos sellados, con la cabeza baja, con la mirada re­tirada de las cosas… -condiciones, di­cen algunos, necesarias para no per­der la presencia de Dios—, difícilmente puede darse cuenta de que falta el vino necesario para continuar la alegría de la fiesta. Sin su atención sensible: ojos, oídos, mirada… y sin un corazón de carne dispuesto a dejarse traspasar por el sufrimiento del prójimo —contac­to, cercanía, ternura-, nuestra Madre María difícilmente hubiese provocado el primer milagro de Jesús. Y la pre­tensión última de la mística cristiana se manifiesta con claridad: «Haced lo que Él os diga», es decir, actuar en su nombre aceptando su modo de hacer, su modo de atender a las necesidades de los más cercanos, del próximo, del prójimo.

Habla Santa Teresa 

Pero si todavía dudamos de que sea esta la identidad de la mística cristiana -sé que es fácil dudar de ello porque muchas rarezas se han enseñado sobre la experiencia mística de los santos- leamos a nuestra gran maestra de Ávi­la, Santa Teresa: «Al principio de mi camino era muy ignorante y no sabía que está Dios en todas las cosas, y como me parecía que estaba en ellas presente, pa­recíame imposible. Dejar de creer que estaba allí no podía, ya que me había parecido muy claro y había entendido estar allí su misma pre­sencia. Los que no tenían letras me decían que estaba allí sólo por gra­cia. Yo no lo podía creer, porque como digo, parecíame estar presen­te, y así andaba con pena. Un gran letrado de la Orden de Santo Do­mingo me quitó esta duda. Me dijo que Dios estaba presente en todas las cosas, y cómo se comunicaba con nosotros, lo cual me consoló harto» (Libro de la Vida, 18, 13).

Y por eso, en la Quinta Morada, cerca del culmen de su camino ora­ción, dejará un consejo claro, muy cla­ro, aunque algunos no queramos entender: «La más cierta señal que hay de si guardamos estas dos cosas (amor a Dios y al prójimo), es guardando bien la del amor al prójimo, por­que si amamos a Dios no se pue­de saber, aunque hay indicios para entender que le amamos, más del amor al prójimo si» (5 Morada 3, 8). Breves, muy breves palabras, casi una insinuación, para que los grandes de nuestra fe nos enseñen a mirar con esa mirada que descubre al Buen Dios en todas las cosas y el consuelo, nues­tro consuelo, sea harto.