No es posible hablar de la primera gran difusión del evangelio sin prestar atención a los afanes y correrías evangelizadoras de Pablo de Tarso; ni se puede trazar la biografía de éste al margen del cuadro grandioso y sorprendente de la expansión del cristianismo hacia la mitad del siglo primero. El primer «historiador» de la iglesia, el autor del libro de los Hechos, hace que la asamblea de Jerusalén o «primer concilio» presente a Pablo como alguien que «ha entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo» (Hch 15,26); y pone en boca de Pablo la conocida expresión: «no me importa mi vida, con tal de terminar mi carrera y cumplir el ministerio que recibí del Señor Jesús, dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios» (Hch 20,24).
La causa de Yahvé había hecho latir el corazón de Saulo desde siempre. Le llenaba de santo orgullo su pertenencia al pueblo elegido, su ser israelita de pura cepa. Nacido y criado en la diáspora en tierra de paganos, era consciente de su función de guía de ciegos, estando él gozosamente adoctrinado por la ley (Rm 2,19s); por ello, quizá, incluso se lanzó a una misión proselitista sistemática, a difundir la «circuncisión» (Gal 5,11), ampliando las fronteras del pueblo de Dios desde una mentalidad rudimentariamente universalista.
El celo por las cosas del Dios del Sinaí obligaba a Saulo a mirar también hacia dentro: ¿Cómo responde Israel a los compromisos de la Alianza? Y aquí se encontró con el escándalo de los «mesiánicos», un grupo de judíos helenizados que tiene la pretensión de haber recibido de Dios el cumplimiento de las promesas a través de un supuesto mesías, Jesús de Nazareth, maldito según la ley por haber muerto colgado de un madero (Gal 3,13). Y ese escándalo lo aumentan con una conducta liberal en relación con la ley y con un contacto permanente y sin escrúpulos con los paganos, incircuncisos, «impuros». Hacia dentro no cabe anuncio, sino sanción; Saulo siente el deber de conciencia de reducirlos incluso por la violencia; el heraldo ante el mundo pagano es el verdugo ante un sector relajado de su pueblo; es la otra forma de tomar en serio la causa de Yahvé.
Cerca de Damasco, el perseguidor celoso recibe el gran revolcón. El acontecimiento no es conocido en sus pormenores. Pablo nunca lo narra en sus cartas; y Hechos se atiene a modelos veterotestamentarios de vocación profética. Pero hay algo claro: Pablo comprende, por obra de Yahvé, que los «mesiánicos» tienen razón, que el pueblo de la Nueva Alianza debe vivir así, que en «el maldito del Gólgota» se han cumplido las promesas. Más aún; el colgado del madero no es solamente Mesías, sino también Hijo de Dios en sentido único e irrepetible. Esto va más allá de las promesas.
Pablo no renuncia a su fe en el Dios de las Alianzas; se afianza en ella. Pero, por obra de Yahvé mismo, supera la estrecha interpretación del AT predominante por entonces. Da pasos para los que su formación rabínica y farisaica no le preparaba; de ahí lo tajante de su afirmación: «mi evangelio… no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo» (Gal 1,12).
A Pablo le toca ahora poner de acuerdo la nueva adquisición con su anterior saber; al lado de los textos legales leerá los del Siervo de Yahvé; al lado de la alianza del Sinaí, con sus cláusulas legales, contemplará la de Dios con Abrahán, donde todo es elección y gratitud. Llegará a reconocer algún «cambio de política» en Dios: fracasado el camino de la sabiduría, «quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad» (1 Cor 1,22). Y, cuando el razonamiento no dé más de sí, Pablo se refugiará en el «abismo de la sabiduría y ciencia de Dios» (Rm 11,33).
El encuentro con Dios y con su Hijo, en medio de aquella febril actividad persecutoria, implica un encargo, una misión. Pablo no necesita palabras ni apenas razonamientos: si Dios y su Mesías están de parte de los judíos «inobservantes» y de los paganos con quienes conviven, la ley no es el camino obligado para estar a bien con Dios, para la salvación. Esto es una «buena noticia», incluso para los judíos oprimidos por la ley (Hch 15,10), pero mucho más para los paganos, que -según la mentalidad judía— viven «extraños a las Alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2,12). En Cristo Dios ofrece su cercanía a todos los hombres; no puede diferirse la comunicación de esta novedad, la evangelización. Desde ahora Pablo no tendrá reposos, no sólo por las prisas apocalípticas del momento, sino sobre todo por la categoría de la Noticia que hay que regalar al mundo.