Dios No Juzga a Nadie

Hay una pregunta sobre la bondad de Dios tan vieja como la religión misma: ¿Cómo puede un Dios que es todo bondad enviar a alguien al infierno para toda la eternidad? ¿Cómo puede Dios ser todo misericordia y cariño, si existe el castigo eterno?

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.En realidad, se trata de una pregunta falsa. Dios no envía a nadie al infierno y Dios tampoco sentencia castigo eterno. Dios nos ofrece vida, y la elección de si la aceptamos o no depende de nosotros

Jesús nos dice que Dios no juzga a nadie. Somos nosotros quienes nos juzgamos a nosotros mismos. Dios no crea el infierno ni envía a nadie a él. Pero esto no significa que el infierno no exista y que sea una posibilidad para nosotros. He aquí, fundamentalmente, cómo explica Jesús esto:

Dios envía su vida al mundo y nosotros podemos elegir esa vida o rechazarla. Nosotros nos estamos juzgando a nosotros mismos al hacer esa elección. Si elegimos vida, estamos eligiendo finalmente el cielo. Si rechazamos la vida, acabamos  viviendo fuera de la vida y eso finalmente es infierno. Pero somos nosotros quienes hacemos esa opción; Dios no nos envía a ninguna parte. Además, el infierno no es un castigo definitivo creado por Dios para hacernos sufrir. El infierno es la ausencia de algo, a saber, la ausencia o en no-vivir dentro de la vida que se nos ofrece.

Afirmar todo esto no es decir que el infierno no sea real o que  no sea una posibilidad real para cada persona.  El infierno es real, pero no es un castigo definitivo creado por Dios para imponer justicia o venganza, o para demostrar a los insensibles e impenitentes que se equivocaron, que cometieron un error. El infierno es la ausencia de vida, de amor, de perdón, de comunidad, pero Dios no envía allá a nadie. Podemos acabar allí, fuera del amor y de la comunidad, pero somos nosotros los que elegimos, si culpablemente rechazamos esos valores cuando se nos ofrecen a lo largo de nuestra vida. El infierno, como dijo una vez John Shea, no es nunca una sorpresa que espere a una persona feliz;  es el pleno florecer de una vida que rechaza el amor, el perdón, y la comunidad.

El filósofo francés Jean Paul Sartre dijo una vez, con frase célebre, que el infierno es “el otro”. Lo que es cierto es justamente lo contrario. El infierno es lo que experimentamos cuando nos elegimos a nosotros mismos por delante de la  comunidad de vida con otros. Se supone que la vida humana es vida compartida, existencia compartida, participación al interior de una comunidad de vida que incluye a la Trinidad misma.

Dios es amor, nos dice la Escritura, y los que permanecen en el amor, moran en Dios, y Dios mora en ellos. En este contexto, el amor no habría de entenderse sobre todo como amor romántico. El texto no dice que “los que se enamoran” son los que moran en Dios (aunque eso puede suceder también). Fundamentalmente, tenemos que formular el texto de otra manera, para que venga a decir: “Dios es existencia compartida, y los que comparten vida con otros ya viven dentro de la vida de Dios”.  Pero lo opuesto también es cierto: Cuando no compartimos nuestras vidas, acabamos fuera de la vida. Eso, fundamentalmente, es el infierno.

¿Qué es  -en qué consiste- el infierno? Las imágenes elegidas por la Biblia  para “describirnos” el infierno son arbitrarias y varían mucho. La mente popular tiende a imaginar al infierno como fuego, fuego eterno, pero eso es sólo una imagen, y no necesariamente la dominante en la Escritura. Entre otras cosas la Escritura habla del infierno como un “experimentar la cólera de Dios”, un “estar fuera” de la boda y de la danza, como un “llorar y rechinar de dientes”, como un estar destinado a la Gehena (un famoso basurero  a las afueras de Jerusalén), como un ser devorado por gusanos, como fuego, como un faltar y perderse el banquete, como un estar fuera del Reino, como un vivir dentro de un corazón amargado y pervertido, y como un estar perdiéndose la vida. Al fin, todas estas imágenes convergen en el mismo punto: El infierno es el dolor y la amargura, el fuego, que experimentamos cuando culpablemente nos situamos fuera de la comunidad de vida. Y es siempre auto-infligido. Nunca viene impuesto por Dios. Dios no reparte muerte; ni envía a nadie al infierno.

Cuando Jesús habla de Dios, nunca afirma que Dios otorgue ambas cosas: vida y muerte, sino que Dios ofrece sólo vida. La muerte tiene su origen en alguna otra parte, como lo tienen  la mentira, la racionalización, la amargura, la dureza del corazón y el infierno. Decir que Dios no crea el infierno o que no envía a nadie allá no resta importancia a la existencia del mal y del pecado o al peligro del castigo eterno; sólo precisa con exactitud  sus orígenes y deja claro quién es el que juzga y quién es el que dicta sentencia. Dios no hace ninguna de las dos cosas. Ni crea el infierno ni envía a nadie a él. Nosotros somos quienes hacemos ambas cosas.

Como nos dice Jesús en el Evangelio de San Juan. “Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él. El que cree en él no es juzgado; el que no cree ya está juzgado por no creer en el Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: Que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz… Yo no juzgo a nadie”.

Dios no lo necesita.


Foto por bachmont