La gente de nuestro mundo de hoy piensa que comprende el sexo. Pero no es así. Además, comienza ya a no hacer caso, e incluso a desdeñar, el modo cómo el cristianismo entiende la sexualidad.
Y estamos pagándolo caro, generalmente sin ser conscientes de ello: El sexo, practicado fuera de sus propios controles –que son respeto, compromiso incondicional y amor–, no sólo no proporciona más alegría a nuestras vidas, sino que nos va dejando cada vez más fragmentados y solos. Parte de lo que nos está pasando viene expresado por el cantor canadiense Leonard Cohen (por cierto, galardonado este año con el premio Príncipe de Asturias de las Letras 2011) en un inolvidable verso de la canción “Famous Blue Raincoat (Famoso Impermeable Azul)”, en el que un hombre le recuerda a un amigo suyo las consecuencias de haber tenido una aventura sexual con una mujer a la que no estaba comprometido: “E invitaste a mi mujer a una pizca de tu vida; y, cuando regresó a casa, no era esposa de nadie”. Sexo superficial y promiscuo: Una pizca de nuestras vidas. Entregada frívolamente.
Hay cantidad de sexo en nuestra cultura, pero no está llevando a muchos de regreso al hogar, a ese hogar donde se sientan plenamente respetados, incondicionalmente seguros, capaces de ser ellos mismos, sintiéndose a gusto, y plenamente confiados de que el gozo de su entrega amorosa está transformando sus corazones, haciéndolos mayores, más agradables, más atentos, más felices.
Con este telón de fondo, tengo el gusto de recomendarles un libro de Rob Bell titulado “Sex God”(preferimos traducirlo por “Dios y Sexo”). Bell es Pastor de una iglesia cristiana de Michigan y en este libro hace algo que con frecuencia otros han intentado, pero que raras veces han logrado con éxito. Su originalidad consiste en tomar en serio el sexo, con su poder salvaje, su bruta y frívola mundanidad y su desconcertante complejidad, y en situarlo todo dentro de una perspectiva antropológica, bíblica y cristiana, que honra y reverencia tanto a la mundanidad como a la santidad del sexo.
A diferencia de muchos comentaristas cristianos, Rob Bell acepta sin rechazo, sin menoscabo o piadosa incrustación, nuestra complejidad sexual. Pero, a diferencia también de muchos comentaristas seculares –que realmente aceptan el impacto total de nuestra complejidad sexual, pero pierden entonces de vista su significado más profundo–, él une la mundanidad y la santidad del sexo en una perspectiva que es a la vez terrenal y sagrada. Aquí transcribo algunos ejemplos de sus ideas:
Para muchos de nosotros el sexo es una búsqueda de algo que echamos en falta, una búsqueda inquieta de un abrazo incondicional; y así vamos de relación en relación, buscando ese abrazo. Pero, como sugiere Bell: El sexo no es la búsqueda de algo que echamos de menos. Es más bien la expresión de algo que estamos encontrando. El sexo está diseñado para ser el desbordamiento, la culminación de algo que un hombre y una mujer han encontrado, el uno en el otro. Es una celebración de esa realidad viviente y estimulante que está sucediendo entre los dos.
Según Bell, el sexo adecuadamente controlado (con compromiso incondicional, respeto, amor) está diseñado para contrarrestar el quebranto de nuestras vidas y la fragmentación de nuestro mundo. El “sentirse-uno” tal como se experimenta en el abrazo sexual está destinado a ayudar a proporcionar unidad al mundo: Se supone que este hombre y esta mujer, al entregarse el uno al otro, ofrecen al mundo un vislumbre de esperanza, una muestra de cómo es Dios, un poco de “echad” (palabra hebrea = “uno sólo y no más”), de unidad en la tierra. ¿Acaso procede de ahí la frase “hacer el amor”? ¿Procede acaso de ahí una conciencia de que algo místico acontece en el sexo, que algo bueno y necesario se está creando? Algo se agrega al mundo; algo se ofrece al mundo. Este hombre y esta mujer juntos y abrazados son buenos, de algún modo profundamente misterioso, para el bienestar del mundo entero.
Y Bell es claro al hablar de la santidad del sexo y cómo ésta de hecho asegura su constante control. En el cielo nos conoceremos íntima y plenamente…, que es lo que la gente ansía en el sexo, ¿no? Ser conocido y todavía amado, todavía abrazado, todavía aceptado. ¿Acaso no es el sexo, en su expresión mayor, más pura, más gozosa y honesta, un vislumbre del “para siempre”?
Por otra parte, Bell no es iluso e ingenuo sobre cómo nos puede afectar el control del sexo y cómo puede dejar manchas de remordimiento, tanto en nuestra inocencia como en nuestra vestidura bautismal. Nos asegura que Dios sabía lo potente que iba a ser el sexo y por eso incorporó un espacio para ciertas desventuras.
Acaba el libro con una historia de un matrimonio de ensueño, de una pareja idealista, que, años después, rompió la relación: Acabo con esta historia porque la vida es turbia. Desgarradora. Peligrosa. No siempre las cosas salen bien. Y a veces no resultan de ninguna manera. A veces todo se desmorona y se viene abajo, y nos preguntamos si vale la pena prestar atención a nada de este mundo. Sentimos la tentación de aislarnos, fortificar los muros de nuestro corazón y avanzar a grandes pasos, prometiéndonos a nosotros mismos que jamás volveremos a abrirnos de esa manera a los demás. Pero tenemos que creer que podemos reponernos de cualquier situación. Tengo que creer que Dios puede recomponer cualquier cosa y a cualquier persona. Debo creer que el Dios en quien Jesús nos invita a confiar es tan bueno como él dice: Cariñoso…, comprensivo…, misericordioso… Lleno de gracia.
El problema del sexo está en que las iglesias no consideran la pasión sexual con suficiente seriedad, mientras el mundo tampoco toma con suficiente seriedad la castidad. El sexo sano se basa en la vitalidad de ambas, tanto de la pasión como de la castidad, tanto de la mundanidad como de la santidad.
El libro de Rob Bell Rob honra y muestra respeto a estas realidades.