Queridos hermanos y hermanas:
Al término de esta mañana de reflexión en común sobre algunos aspectos particularmente actuales e importantes de la vida consagrada en este tiempo nuestro, quisiera ante todo dar gracias al Señor, que nos ha dado la posibilidad de celebrar el presente encuentro, muy provechoso para todos. Juntos hemos podido analizar las potencialidades y las expectativas, las esperanzas y las dificultades que hoy tienen los institutos de vida consagrada. He escuchado con gran atención e interés vuestros testimonios y experiencias y tomado buena nota de vuestras preguntas. Todos percibimos lo difícil que se vuelve anunciar y testimoniar el Evangelio en la moderna sociedad globalizada. Si ello es así para todos los bautizados, con mayor razón lo es para las personas llamadas por Jesús a seguirlo de manera más radical mediante la consagración religiosa. Y es que el proceso de secularización que se extiende en la cultura contemporánea tampoco perdona, por desgracia, a las comunidades religiosas.
Con todo, no hay que desanimarse, ya que -como oportunamente se ha recordado- si no son pocas las nubes que se ciernen sobre el horizonte de la vida religiosa, van surgiendo -y, más aún, creciendo constantemente- señales de un despertar providencial que ofrece motivos de esperanza y consuelo. El Espíritu Santo sopla poderosamente en toda la Iglesia, suscitando un nuevo compromiso de fidelidad en los institutos históricos junto con nuevas formas de consagración religiosa en consonancia con las exigencias de los tiempos. Hoy como en toda época, no faltan almas generosas dispuestas a abandonarlo todo para abrazar a Cristo y su Evangelio, consagrando a su servicio la existencia en el seno de comunidades llenas de entusiasmo, generosidad y alegría. Lo que caracteriza a estas nuevas experiencias de vida consagrada es el deseo común, compartido con adhesión solícita, de una pobreza evangélica practicada de forma radical; de amor fiel a la Iglesia; de dedicación generosa al próximo necesitado, con especial atención a esas pobrezas espirituales que caracterizan de manera acusada a la época contemporánea.
Al igual que mis venerados antecesores, yo también he reiterado en más de una ocasión que los hombres de hoy sienten una fuerte atracción religiosa y espiritual, pero sólo están dispuestos a escuchar y seguir a quien testimonie con coherencia la propia adhesión a Cristo. Y resulta interesante notar que abundan en vocaciones precisamente aquellos institutos que han sabido conservar o escoger un estilo de vida frecuentemente muy austero y siempre fiel al Evangelio vivido «sine glossa». Pienso en tantas comunidades fieles y en las nuevas experiencias de vida consagrada que bien conocéis; pienso en la labor misional de muchos grupos y movimientos eclesiales, de la que nacen no pocas vocaciones sacerdotales y religiosas; pienso en las muchachas y en los jóvenes que lo abandonan todo para ingresar en monasterios y conventos de clausura. Podemos decir con alegría que en verdad hoy también el Señor sigue mandando operarios a su viña y enriqueciendo a su pueblo con tantas vocaciones santas. Por ello le damos gracias y le pedimos que al entusiasmo de la opción inicial -muchos jóvenes emprenden, en efecto, la senda de la perfección evangélica e ingresan en nuevas formas de vida consagrada tras conmovedoras conversiones- le siga el compromiso de la perseverancia en un auténtico camino de perfección ascética y espiritual, en un camino de santidad verdadera.
En lo que respecta a las órdenes y congregaciones que cuentan con una larga tradición en la Iglesia, no se puede dejar de notar -como vosotros mismos habéis subrayado- que durante los últimos decenios casi todos ellos -los masculinos al igual que los femeninos- han atravesado por una delicada crisis debida al envejecimiento de sus miembros, a una disminución más o menos acentuada de las vocaciones y, en ocasiones, por causa también de cierto «cansancio» espiritual y carismático. Esta crisis, en algunos casos, se ha vuelto preocupante. Pero junto a las situaciones difíciles, a las que es bueno mirar con valentía y verdad, hay que registrar también señales de una recuperación positiva, especialmente en aquellos casos en los que las comunidades han optado por volver a los orígenes para vivir con mayor consonancia el espíritu de su fundador. En casi todos los recientes Capítulos Generales de institutos religiosos el tema recurrente ha sido precisamente el redescubrimiento del carisma fundacional, que debe encarnarse y realizarse de manera renovada en el tiempo presente. Factores como el redescubrimiento del espíritu original y la profundización en el conocimiento del fundador o de la fundadora han contribuido a imprimir a los institutos un nuevo impulso ascético, apostólico y misionero. De esta forma, obras y actividades que contaban con siglos de historia se han visto revitalizadas por una savia nueva, y nacen nuevas iniciativas de realización auténtica del carisma de los fundadores. Por esta senda es menester seguir caminando, pidiendo al Señor que lleve a su total cumplimiento la obra por él iniciada.
Al entrar en el tercer milenio, mi venerado antecesor el Siervo de Dios Juan Pablo II invitó a toda la comunidad eclesial a «caminar desde Cristo» (Carta apostólica Novo millennio ineunte, nn. 29 ss.: ECCLESIA 3.032 [2001/I], págs. 81 ss.). ¡Sí! También los institutos de vida consagrada, si desean mantener o recobrar su vitalidad y eficacia apostólica, deben continuamente «caminar desde Cristo». Él es la roca firme sobre la que debéis construir vuestras comunidades y todo proyecto de renovación comunitaria y apostólica. Queridos hermanos y hermanas: Gracias de corazón por el empeño que ponéis en el cumplimiento de vuestro esforzado servicio de dirección de vuestras familias religiosas. El Papa está a vuestro lado, os anima y asegura un recuerdo diario en la oración por cada una de vuestras comunidades. Al terminar este encuentro nuestro, quisiera saludar una vez más con afecto al Cardenal Secretario de Estado y al cardenal Franc Rodé, así como a cada uno de vosotros. Os pido también que saludéis de mi parte a todos vuestros hermanos y hermanas, y muy especialmente a los ancianos, que han servido durante tanto tiempo a vuestros institutos; a los enfermos, que contribuyen a la obra de la redención con sus sufrimientos, y a los jóvenes, que son la esperanza de vuestras diferentes familias religiosas y de la Iglesia. A todos os encomiendo a la maternal tutela de María, modelo excelso de consagrada, al tiempo que os bendigo cordialmente.
(Original italiano procedente del archivo informático de la Santa Sede; traducción de ECCLESIA.)