Discurso del Papa en el encuentro ecuménico de su viaje a Baviera

14 de septiembre de 2006

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Nos hemos reunido aquí —cristianos ortodoxos, católicos y protestantes— para cantar juntos una alabanza vespertina a Dios. En el corazón de esta liturgia están los salmos, en los que la Antigua y la Nueva Alianza se unen y nuestra oración se une a la del Israel creyente que vive en la esperanza. Esta es una hora de gratitud porque podemos rezar juntos y, de esta manera, dirigirnos al Señor, al mismo tiempo que crecemos en unidad entre nosotros.

Entre quienes nos hemos reunido para las Vísperas de esta tarde, me gustaría saludar afectuosamente a los representantes de la Iglesia Ortodoxa. Siempre he considerado un don especial de la Divina Providencia que, como profesor en Bonn, pude conocer y amar a la Iglesia Ortodoxa, de manera personal, a través de dos jóvenes archimandritas: Stylianos Harkianakis y Damaskinos Papandreou, quienes después se convirtieron en metropolitanos. En Ratisbona, gracias a la iniciativa de monseñor Graber, se dieron algunos encuentros: durante el simposio de la «Spindlhof» y con la beca de los estudiantes que han estudiado aquí. Me alegra reconocer algunas caras familiares y renovar amistades tempranas. En algunos días, en Belgrado, se reanudará el diálogo teológico con el tema fundamental de la «koinonía» en los dos aspectos que la Primera Carta de Juan nos indica al principio del primer capítulo. Nuestra «koinonía» es sobretodo comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo; es la comunión con el Dios uno y trino, hecha posible por el Señor a través de su encarnación y la efusión del Espíritu. Esta comunión con Dios crea a su vez «koinonía» entre las personas, como participación en la fe de los Apóstoles, y por ello como comunión en la fe –una comunión que se «hace carne» en la Eucaristía y, trascendiendo todo límite, construye la Iglesia una (1 Juan 1,3). Espero y rezo para que estas discusiones sean fructíferas y para que la comunión con el Dios viviente que nos une, como nuestra propia comunión en la fe transmitida por los Apóstoles, crezca en profundidad y madurez hacia la total unidad, por la que el mundo pueda reconocer que Jesucristo es verdaderamente el Enviado de Dios, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo (Juan 17, 21) «Para que el mundo crea», debemos ser uno: la seriedad de este mandamiento debe animar nuestro diálogo.

Saludo también calurosamente a nuestros amigos de las diferentes tradiciones que proceden de la Reforma. Me vienen muchos recuerdos a la memoria: recuerdo a los amigos del círculo Jäger-Stählin, ya fallecidos, y estos recuerdos se mezclan con gratitud por nuestras presentes reuniones. Obviamente, pienso particularmente en los exigentes esfuerzos para alcanzar el consenso en la justificación. Recuerdo todas las etapas en este proceso, hasta la memorable reunión con el entonces Obispo Hanselmann aquí en Ratisbona, reunión que contribuyó decisivamente a llegar a la conclusión. Estoy muy complacido al ver que en el transcurso de este tiempo, el Consejo Metodista Mundial se ha adherido a la Declaración. El acuerdo sobre la justificación permanece como una importante tarea, aún por ser cumplida en su totalidad: en teología la justificación es un tema esencial, pero en la vida de los creyentes hoy en día —me parece— está apenas presente. Debido a los dramáticos eventos de nuestro tiempo, el perdón mutuo se experimenta con creciente urgencia, sin embargo hay poca percepción de nuestra necesidad fundamental del perdón de Dios, de nuestra justificación por Él. Nuestra conciencia moderna, por lo general no es consciente del hecho de que somos deudores ante Dios y que el pecado es una realidad que sólo puede ser vencida por iniciativa de Dios. Tras este debilitamiento del tema de la justificación y del perdón de los pecados está en último término el debilitamiento de nuestra relación con Dios. En este sentido, nuestra primera tarea consiste tal vez en redescubrir de una nueva manera al Dios vivo presente en nuestras vidas.

Escuchemos lo que San Juan nos decía hace unos momentos en la lectura bíblica. Me gustaría destacar tres afirmaciones presentes en este complejo como rico texto. El tema central de toda la carta aparece en el versículo 15: «Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios habita en él, y él en Dios». Una vez más Juan expresa nuevamente, como hiciera en los versículos 2 y 3 del capítulo 4, la profesión de fe, la «confessio», que en último término nos distingue como cristianos: fe en el hecho de que Jesús es el Hijo de Dios que se ha hecho carne. «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado», así leemos al final del prólogo del cuarto evangelio (Jn 1,18).

Sabemos quién es Dios por medio de Jesucristo, el único que es Dios. Por medio de Él entramos en contacto con Dios. En este tiempo de encuentros interreligiosos somos fácilmente tentados a atenuar de alguna forma esa confesión central o inclusive a ocultarla. Pero de este modo no prestamos un servicio al encuentro o al diálogo. Sólo hacemos que Dios sea menos accesible a los demás y a nosotros mismos. Es importante que dialoguemos no sólo sobre fragmentos, sino sobre la plena imagen de Dios. Para lograrlo nuestra comunión personal con Cristo y nuestro amor por Él debe crecer y profundizarse. En esta confesión común, y en esta tarea común, no hay división entre nosotros. Y rezamos para que este fundamento común se fortalezca aún más.

Y así llegamos al segundo punto que me gustaría considerar. Se encuentra en el versículo 14, donde leemos: Y hemos visto y damos testimonio que el Padre envió a su Hijo como el Salvador del mundo». La palabra central en esta oración es damos testimonio, somos testimonios. La confesión tiene que convertirse en testigo. La raíz griega «martyr» nos hace pensar que un testigo de Cristo debe afirmar con la totalidad de su existencia, en la vida y en la muerte, el testimonio que da. El autor de la carta dice de sí mismo: «Hemos visto» (1,1). Porque ha visto puede dar testimonio. Esto presupone que también nosotros —las generaciones posteriores— seamos capaces de ver y de dar testimonio como personas que han visto. ¡Pidamos al Señor que podamos ver! ¡Ayudémonos los unos a los otros a desarrollar esta capacidad, para que así podamos ayudar a ver a las personas de nuestro tiempo, para que ellos a su vez, por medio del mundo forjado por ellos mismos, descubran a Dios! A través de todas las barreras históricas que puedan percibir nuevamente a Jesús, el Hijo enviado por Dios, en quien vemos al Padre.

En el versículo 9 está escrito que Dios ha enviado a su Hijo al mundo para que tengamos vida. ¿No es el caso hoy en día que sólo a través de un encuentro con Jesucristo la vida se puede tornar verdaderamente vida? Ser testigo de Jesucristo significa por encima de todo dar testimonio de un determinado modo de vida. En un mundo lleno de confusión debemos nuevamente dar testimonio de los criterios que tornan la vida verdaderamente vida. Esta importante tarea, común a todos los cristianos, debe ser encarada con determinación. Es responsabilidad de los cristianos, hoy, hacer visibles los criterios que indican una vida justa, iluminadas para nosotros en Jesucristo. Él ha asumido en su vida todas las palabras de la Escritura: «Escuchadle» (Marcos 9,7).

Y así llegamos a la tercera palabra de nuestro texto (1 Juan 4,9), que me gustaría destacar: «ágape», amor. Esta es la palabra clave de toda la carta y particularmente del trecho que hemos escuchado. «Ágape» no significa algo sentimental o algo grandioso; es algo totalmente sobrio y realista. Traté de explicar algo de esto en mi encíclica «Deus caritas est». «Ágape» (Amor) es en verdad la síntesis de la Ley y los Profetas. En el amor todo «queda envuelto», pero este todo debe ser cotidianamente «desarrollado». En el versículo 16 de nuestro texto encontramos la maravillosa frase: «Conocemos y creemos el amor que Dios nos tiene». ¡Sí, podemos creer en el amor! ¡Demos testimonio de nuestra fe de modo tal que brille y aparezca como el poder del amor, «para que el mundo crea» (Juan 17,21). ¡Amén!

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*Extraido de ZENIT.org