Gen 15, 5-12. 17-18; Sal 26; Flp 3, 20-4, 1; Lc 8, 28b-36
Siempre me sorprende la pedagogía de la Iglesia en este tiempo fuerte de preparación para la Pascua, en el que uno se imagina que se centrará en la llamada a los rigores y penitencias, y sin embargo, lo que intenta, de muchas maneras, es ponernos delante del rostro luminoso de Cristo, de Aquel que nos ha amado tanto que ha entregado la vida en nuestro favor.
En el segundo domingo de Cuaresma, la elección de la secuencia de la Transfiguración de Jesús en el monte alto, delante de sus discípulos, en la que se nos muestra por una parte el resplandor de la gloria divina y por la otra se nos hace el anuncio de su próxima muerte, que sufrirá en Jerusalén, obedece a la misma enseñanza del Maestro, que desea prevenir a los suyos para que cuando acontezcan los hechos más dramáticos, recuerden quién es el que muere y así puedan permanecer en esperanza.
Jesús se manifiesta como el Hijo amado, el escogido, avalada esta identidad por la voz del cielo y la presencia de dos testigos: Moisés y Elías. Sólo la certeza de quién es Jesús hace posible seguirle a Jerusalén. Él es la luz, la defensa, la salvación, “¿a quién temeré?”
En Cuaresma, no deberemos perder el horizonte, la dirección del camino, la perspectiva pascual: desde la secuencia de la Transfiguración nos acompaña la certeza: “Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso” (Flp 3,21).
Es posible que ante tanta luz nos suceda como a Abraham y a los discípulos, amigos de Jesús, que no resistamos la promesa, que nos parezca un sueño, cuando lo que en verdad acontece es la revelación de la alianza. Hemos sido creados para participar de la gloria de Dios.
San Ireneo nos ofrece una hermosa síntesis cuando afirma: “La gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida es visión de Dios”. Hoy se nos manifiesta la gloria de Dios en el rostro de Jesús, anticipo de nuestra vida en Dios, de la visión divina.
La actitud que nos corresponde nos la dicta el salmista: “Tu rostro buscaré, no me escondas tu rostro. Espero gozar de la dicha del Señor, en el país de la vida” (Sal 26).
San Pablo nos invita a permanecer en la mayor esperanza: “Hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos” (Flp 4, 1).
Avancemos hacia la Pascua, a través de las estepas cuaresmales con el corazón iluminado por la Palabra, que nos permite superar las pruebas, porque el Señor es fiel a su promesa: “A tus descendientes les daré esta tierra” (Gen 15, 18). “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: El Señor Jesucristo” (Flp 3,20).