Hay cosas que necesitan una crucifixión. Todo lo que es bueno se lleva eventualmente chivos expiatorios y crucificados. ¿Cómo? Por ese curioso y perverso dictado, de algún modo innato en la vida humana, que asegura que siempre hay algo o alguien a quien no se debe dejar en paz, sino, por razón de sí mismo, se debe buscar hasta dar con él y atacar lo que tiene de bueno. Lo que es bueno, lo que es de Dios será siempre malentendido en algún punto, envidiado, odiado, perseguido, falsamente acusado y eventualmente clavado en alguna cruz. Todo aquél que sea de Cristo sufre inevitablemente el mismo destino de Jesús: muerte por malentendido, ignorancia y envidia.
Pero hay también otra cara: la resurrección siempre aventaja eventualmente a la crucifixión. Lo que es bueno triunfa eventualmente. Así, mientras nada que es de Dios evitará la crucifixión, nadie que sea de Cristo permanece en la tumba por mucho tiempo. Dios siempre hace rodar la piedra y pronto la nueva vida irrumpe fuera y vemos por qué esa vida original tenía que ser crucificada. (“¿No era necesario que el Mesías tuviera que sufrir así y morir?”). La resurrección sigue invariablemente a la crucifixión. Todo cuerpo crucificado resucitará de nuevo. Nuestra esperanza echa su raíz en eso.
Pero, ¿cómo sucede esto? ¿Dónde vemos la resurrección? ¿Cómo experimentamos la resurrección después de la crucifixión?
La escritura es sutil, aunque clara en esto. ¿Dónde confiamos experimentar la resurrección? El evangelio nos dice que en la mañana de la resurrección las mujeres que seguían a Jesús fueron a la tumba de Jesús con aromas, esperando ungir y embalsamar un cuerpo muerto. Bien intencionadas pero mal orientadas, lo que encuentran no es un cuerpo muerto, sino una tumba vacía y a un ángel que las desafía con estas palabras: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? En vez de eso, id a Galilea y allí lo encontraréis.”
En vez de eso, id a Galilea. ¿Por qué Galilea? ¿Qué es Galilea? ¿Y cómo llegamos allí?
En los evangelios, Galilea no es simplemente un lugar geográfico, una población que recoge el mapa. Es, ante todo, un lugar en el corazón. Igualmente, Galilea hace referencia a los sueños y al camino del discipulado que los discípulos anduvieron una vez con Jesús, y a ese lugar y momento en que sus corazones se encontraban máximamente enardecidos de esperanza y entusiasmo. Y ahora, después de la crucifixión, precisamente cuando ellos sienten que los sueños están muertos, que su fe es sólo una fantasía, les dicen que vuelvan al lugar donde todo empezó: “Volved a Galilea. Él os encontrará allí.”
Y ellos vuelven a Galilea, al lugar geográfico y a ese especial sitio de sus corazones donde una vez ardieron los sueños del discipulado. Y exactamente como lo había prometido, Jesús se les aparece. No aparece exactamente como era antes ni tan frecuentemente como les gustaría verlo, sino que ciertamente aparece como mucho más que un fantasma y un recuerdo. El Cristo que se les aparece después de la resurrección está en una diferente modalidad, pero es lo suficientemente físico para comer pescado en su presencia, lo bastante real como para ser tocado como un ser humano y lo suficientemente poderoso para transformar sus vidas para siempre. Finalmente, eso es lo que la resurrección nos pide que hagamos: Volver a Galilea, retornar a los sueños, a la esperanza y al discipulado que una vez nos habían inflamado pero que se han perdido ahora por la desilusión.
Esto tiene un paralelismo con lo que sucede en el camino de Emaús, en el evangelio de Lucas, donde se nos dice que, el día de la resurrección, dos discípulos iban caminando de Jerusalén hacia Emaús con sus rostros entritecidos. Una espiritualidad entera se podría sacar se esta simple línea: para Lucas, Jerusalén significa los sueños, la esperanza y el centro religioso del cual todo está por empezar y donde finalmente todo está por culminar. Y los discípulos están “caminando lejos” de ese lugar, lejos de sus sueños, hacia Emaús (Emaús era una estación termal romana), un lugar de confort humano, un Las Vegas o Montecarlo. Como sus sueños han sido crucificados, los discípulos están comprensiblemente desalentados y van caminando lejos de ellos hacia algún consuelo humano, perdiendo su esperanza: “¡Habíamos esperado…!”.
Ellos nunca llegan a Emaús. Jesús se les aparece en el camino, rehace su esperanza con la luz ganada a su desilusión y los vuelve a Jerusalén.
Ese es uno de los mensajes especiales de Pascua: cuando estamos desalentados en nuestra fe, cuando nuestras esperanzas parecen estar crucificadas, necesitamos volver a Galilea y Jerusalén, esto es, volver a los sueños y al camino del discipulado en que nos habíamos embarcado antes de que las cosas fueran mal. La tentación, por supuesto, cuando el reino no parece funcionar, es abandonar el discipulado por el consuelo humano, dirigirse a Emaús, buscando el consuelo de Las Vegas o Montecarlo.
Pero, como sabemos, nunca llegamos del todo a Las Vegas o Montecarlo. En un aspecto o en otro, Cristo siempre nos encuentra en el camino que conduce a esos lugares, enciende huecos en nuestros corazones, nos explica nuestra última crucifixión y nos devuelve a nuestro abandonado discipulado. Una vez allí, todo ello vuelve a tener sentido.