Hace ya unos cuantos años, nos reuníamos un grupo de teólogos para reflexionar sobre «Dios en el tundo contemporáneo». Para que no se oyera sólo nuestra voz monocorde, invitamos a un filósofo serio y alternativo, que se declara a sí mismo ateo militante, cuando comenzó su intervención, lo hizo diciendo que tanto él, ateo militante, coto nosotros, creyentes militantes, éramos especies llamadas a extinguir. Ante nuestra sorpresa por semejante exabrupto, nos explicó cómo hoy, en el mundo cular en que nos ha tocado vivir, una buena porción de la gente ni es atea, ni es creyente. Sencillamente «no sabe o no contesta».
Y, si ni es así, no es porque la gente, en general, mantenga una reflexiva y honesta postura de agnosticismo, sino porque el tema de Dios les trae más bien al fresco, la existencia o no de Dios les deja fríos e indiferentes. Tienen otros asuntos en los que pensar y por los que preocuparse. El ajetreo de la vida diaria, en la que uno está engolfado, hace que Dios desaparezca del horizonte vital de las preocupaciones cotidianas. En un mundo en el que casi todo se valora por la utilidad o el disfrute, Dios aparece como algo inútil y superfluo, cuando no como el aguafiestas de los recuerdos infantiles, que pone sordina a las trompetas con las que se quiere celebrar el gozo y la libertad con que obsequia la vida. Así que Dios no interesa.
Reaccionar a la indiferencia
No sé cómo reaccionarán los ateos militantes ante esta indiferencia y este desinterés. Lo que sí sé es cómo lo hago yo, que soy creyente militante. Y la verdad es que lo llevo bastante mal. Lo llevo mal, no porque quiera defender mis ideas religiosas, haciendo plausibles mis propios planteamientos para los demás, ni mucho menos porque quiera que todo el mundo piense y actúe como pienso y actúo yo. Tampoco lo llevo mal porque crea que Dios necesita de mí como abogado defensor de su causa, y ante la tarea me siento inadecuado. Lo llevo mal, porque la indiferencia de los demás me cuestiona acerca de mi propia indiferencia. ¿Cómo yo, creyente militante, puedo organizar tantas cosas en mi vida cotidiana sin contar con Dios? ¿Cómo puedo vivir en un pacífico aburguesamiento rutinario y cansino, habiendo encontrado la perla preciosa y el tesoro escondido? ¿Cómo es posible que a mi vida le falten alegría y apasionamiento, y le sobren miedos a quedarme sin nada de lo que en la actualidad es la base de mis seguridades?
Yo me digo a mí mismo que, a pesar de ser creyente militante, me falta fe. Me da la sensación de que me parezco a ese tipo del chiste, que se cayó por un precipicio al vacío. Dando vueltas por el espacio, logró agarrarse a una raíz que sobresalía. Así quedó suspendido entre el cielo y la tierra. En semejante situación gritaba con toda su fuerza: «¡Socorro! ¿Hay alguien ahí?». En éstas se oyó una voz que le decía: «Sí, estoy Yo, el Señor, tu Dios». Pero a ese tipo no le abundaba mucho la fe y, por eso mismo, temblando de miedo y de desconfianza, preguntó de nuevo: «¿Y hay alguien más?»
A mí personalmente el chiste me hizo gracia, cuando me lo contaron. Pero, después, no me ha dejado tranquilo nunca más. Cada vez que lo recuerdo es un nuevo aldabonazo en mi conciencia de ese creyente militante que digo ser. En realidad, la indiferencia de los demás me pone ante los ojos la mía propia. Y es esto lo que llevo tan mal. Pero también me sirve para profundizar evangélicamente en mi vida y dejarme evangelizar. O, dicho sin términos tan rimbombantes, me sirve para preguntarme en qué Dios creo y cómo tengo que creer en Dios.
Antes de morir en accidente de moto, el jesuíta Goyo Ruiz escribió un catecismo. Lo tituló «catecismo alandar; para no andarse por las ramas». Es un brevísimo catecismo escrito en tono jocoso, pero con mucha enjundia, en forma dialogada entre el catequista y el niño. En uno de los párrafos el catequista pregunta: «Niño, ¿cuántos dioses hay?». Y el niño responde: «dos». Ante la sorpresa del catequista, el niño explica: «Sí, dos: uno el que es; y otro el que no es; y la mayoría de los creyentes cree en el que no es».
Ahondando en mi vida, tengo que reconocer que también yo muchas veces creo en el dios que no es. Con demasiada frecuencia, creo que la obra de mis manos y de mi esfuerzo laboral y profesional es un dios para mí, al que no quiero renunciar por nada del mundo y al que debo rendir culto y ofrecer pleitesía y sacrificios de dedicación sin límites, caiga quien caiga, aunque sean personas muy queridas para mí. Muchas veces, creo en ese dios que es para mí el orden, la seguridad, la comodidad, la tranquilidad y la paz, conseguidas -no siempre, pero sí algunas veces- a base de venderme en mis planteamientos más honestos y solidarios. Es curioso, pero he observado que hasta me molestan quienes me hablan de un Dios que no consiente componendas ni compadreos con la injusticia, la marginación y las situaciones de inhumanidad, y que lo pone todo patas arriba en este terreno, porque su lógica no es la del máximo de beneficios con el mínimo de costos, sino la del máximo de servicio a las personas, cueste lo que cueste, aunque sea la seguridad personal, familiar o laboral y hasta la misma vida.
Sí, es verdad, soy creyente militante, pero esto no impide -aun cuando en lógica coherencia debiera impedirlo- que absolutice lo relativo, relativizando lo absoluto. Es decir, no impide que sea idólatra. Y lo peor de la idolatría es que causa víctimas. Yo soy la primera víctima de mi propia idolatría. Pero hay otras. Consciente o inconsciente de quiénes son, la verdad es que haberlas haylas, como las meigas gallegas. Que lo digan, si no, quienes sufren las consecuencias de que yo aplique la ley del embudo: para mí lo ancho y para ti lo agudo.
Así que, evitando la tentación de rasgarme las vestiduras ante la mota de la indiferencia de los demás, he tratado de ver el calibre de la viga que tengo en mi propio ojo y he podido descubrir que en todas partes se cuecen habas y en mi casa a calderadas.
Lo que pasa es que, siendo creyente militante, no puedo contentarme con constatar los hechos. Tengo que ponerles remedio. Dicho en términos clásicos: tengo que emprender un proceso de conversión, porque no estoy satisfecho ni de lo hago, ni de cómo lo hago, cuando me comporto como un idólatra. Y, en esto, mi postura creo que es diferente de la de los indiferentes de turno que andan por ahí.
Poner remedio
No, no me satisface vivir como esclavo de mis inseguridades reales, a pesar de que mi narcisismo disfrute con el éxito profesional y laboral, conseguido a base de estar todo el día con la lengua fuera, trabajando como un energúmeno. No me satisface que las personas a quienes quiero tengan que esperar siempre el último turno para que puedan tener acceso a mi dedicación y solicitud, siendo -como es- que por ellas hago casi todo lo que hago y que ellas son la alegría de mi huerta. Para nada me satisface que mi actuación provoque víctimas, porque me hace bien consciente de que yo soy el verdugo. Ni tampoco el calculado realismo con que soy capaz de aplicar la ley del embudo, cuando yo soy el beneficiario de lo ancho y no el que pasa las estrecheces de lo agudo. No, todo esto no me satisface.
Y soy bien consciente de que todo esto me pasa, porque no cuento con «el Dios que es» en los acontecimientos cotidianos. Y eso que soy rezador. Pero no soy ése que sabe rezar la vida. Ése que ha aprendido a tratar las cosas de cada día con la ternura exquisita del Dios en quien cree. Ése que, pareciéndose a Jesús, actúa en su vida ordinaria como pies, manos y visibilidad del Dios al que nadie ha visto y, sin embargo, se hace patente a través de su estilo de vida y de su actuación justa y misericordiosa, dedicándose con mimo especial a las causas perdidas. En cambio, yo voy a salto de mata. En unos momentos, me dedico a la espiritualidad; en otros, a la materialidad. Así, o soy espiritualista, o soy materialista. No vivo la vida de manera unificada. Y, sobre todo, no dejo a Dios ser el Dios que quiere ser en mí y a través de mí.
Necesito convertirme de mi propia indiferencia. Necesito ahondar en mi fe de creyente militante. Necesito prestar mucha más atención al Dios en quien creo; que da sentido a mi vida. Necesito –lleno de confianza radical- llamar a Dios «Padre nuestro» y desear ardientemente que venga su Reino. Sentir esta necesidad no me aquieta, sino que me inquieta. No mi deja tan tranquilo. Todo lo contrario, convierte para mí en fuerza crítica. Denuncia el «desorden establecido» en mi propia persona y en el contexto cultural social, político y económico en el que tengo que vivir. Y lo denuncia para anunciar una alternativa. Ojalá que no sea sordo a su llamada.