Ecumenismo: el requisito para la plenitud en el Cuerpo de Cristo

2 de febrero de 2025

Durante más de mil años, los cristianos no han experimentado el gozo de formar una única familia en Cristo. Aunque ya existieron tensiones en las primeras comunidades cristianas, hasta el año 1054 no se dio un cisma formal, el cual implantó, en consecuencia, dos comunidades cristianas formales: la Iglesia Ortodoxa en Oriente y la Iglesia Católica en Occidente. Más tarde, con la Reforma Protestante en el siglo XVI, se dio otro cisma con la Iglesia Occidental, y el Cristianismo se fragmentó todavía más. Hoy existen cientos de denominaciones cristianas, muchas de las cuales, por desgracia, no se llevan muy amigablemente entre sí.

La división y las desavenencias son comprensibles, inevitables, el precio de ser humanos. No hay comunidades que no tengan tensiones; así que no resulta un gran escándalo que los cristianos a veces no lleguen a entenderse mutuamente. El escándalo viene más bien de que nos hemos instalado, incluso nos sentimos satisfechos de nosotros mismos con el hecho de que no nos entendemos unos con otros; ya no anhelamos la plenitud ni nos echamos en falta en nuestras iglesias separadas.

Actualmente, en casi todas nuestras iglesias, apenas existe nostalgia por aquellos con los que no tomamos parte en el culto. Por ejemplo, enseñando hoy día a  seminaristas católicos romanos, tengo la sensación de una cierta indiferencia hacia el problema del ecumenismo. Para muchos seminaristas, esto no es en el presente una cuestión de particular interés. Por no referirme exclusivamente a los seminaristas católicos, esto vale para casi todos nosotros en todas las denominaciones.

Pero esta clase de indiferencia resulta esencialmente anticristiana. Jesús llevaba la unidad en el corazón, y quiere a todos sus seguidores en la misma mesa, como vemos en esta parábola.

Una mujer posee diez monedas y pierde una. Se pone ansiosa y agitada, y empieza a buscar afanosa e incansablemente la moneda perdida, encendiendo lámparas, mirando bajo las mesas, barriendo todos los pisos de su casa. Al fin, encuentra la moneda, está loca de contenta, congrega a sus vecinas y organiza una fiesta cuyo coste sin duda excedía con mucho el valor de la moneda que había perdido. (Lucas, 15, 8-10)

¿Por qué tal ansiedad y alegría por haber perdido y encontrado una moneda cuyo valor era probablemente de diez céntimos? Bien, lo que se pone en cuestión no es el valor de la moneda, sino algo más. En su cultura, el nueve no era considerado número entero; el diez, sí. Tanto la ansiedad de la mujer por haber perdido la moneda como su alegría al haberla encontrado justificaban la importancia de la totalidad. Una totalidad en su vida había sido quebrada y una preciosa serie de relaciones ya no resultaba completa.

En realidad, la parábola podría ser reinterpretada de la siguiente manera: Una mujer tiene diez hijos. Con nueve de ellos tiene una buena relación, pero una de sus hijas vive alejada afectivamente. Sus otros nueve hijos vienen regularmente a casa a la mesa familiar, pero su hija alejada no. La mujer es incapaz de descansar estando en tal situación, no puede estar en paz. Necesita que esa hija alejada se reintegre a ellos. Trata por todos los medios de reconciliarse con su hija y, de pronto, milagro de milagros, un día, se cumple su deseo. Su hija se reintegra a la familia. Su familia vuelve a estar completa, todos están a la mesa nuevamente. La mujer está loca de alegría, retira del banco sus modestos ahorros y organiza una suntuosa fiesta para celebrar ese reencuentro.

La fe cristiana demanda que, al igual que esa mujer, nosotros necesitemos estar ansiosos, molestos, encendiendo lámparas simbólicamente y buscando maneras de recuperar la iglesia entera. El nueve no es un número entero. Ni siquiera es el número de los normalmente pertenecientes a nuestras respectivas iglesias. El Catolicismo Romano no es un número entero. El Protestantismo no es un número entero. Las Iglesias Evangélicas no son un número entero. Las Iglesias Ortodoxas no son un número entero. Ninguna denominación cristiana es un número entero. Juntos integramos un número cristiano entero, y ni siquiera eso llega a ser un número entero de fe.

Y así, debemos estar preocupados por estas cuestiones: ¿Quién es el que ya no acude a la iglesia con nosotros? ¿Quién es el que se encuentra incómodo tomando parte en el culto con nosotros? ¿Cómo podemos encontrarnos tranquilos cuando ya no hay tanta gente a la mesa con nosotros?

Tristemente, hoy, muchos de nosotros nos sentimos cómodos en iglesias que están lejos, bien lejos de estar completas. A veces, en nuestros momentos menos reflexivos, incluso nos alegramos de ello: “¡Esos otros de ninguna manera son auténticos cristianos! ¡Nos sentimos mejor sin ellos, siendo en su ausencia una iglesia más pura y más fiel! ¡Somos el único remanente auténtico!”

Pero esta falta de preocupación por la plenitud compromete nuestro seguimiento a Jesús, como también nuestra madurez humana básica. Somos maduros, cercanos y verdaderos seguidores de Jesús sólo cuando, como hizo el mismo Jesús, nosotros también lloramos por aquellas “otras ovejas que no son de este redil”. Cuando -al igual que la mujer que perdió una de sus monedas- somos incapaces de dormir hasta que cada rincón de la casa ha sido puesto patas arriba en una frenética búsqueda por lo que se ha perdido, también nosotros necesitamos buscar con solicitud una plenitud perdida; y es posible que no nos sintamos en paz hasta que logremos encontrarla.

Tradujo al Español para CiudadRedonda Bejamín Elcano, cmf

Original en Inglés.

Imagen: Depositphotos