Hay diferentes clases de soledad y diferentes clases de intimidad. Y sentimos malestar en muchas partes.
Cuando yo era sacerdote joven, recién ordenado, y escasamente había superado la soledad de la adolescencia, algunas frases de la celebración de la Eucaristía me impresionaban profundamente. Yo era joven y me sentía solo; por eso, palabras que trataran de sentirnos atraídos juntos "en un mismo cuerpo y en un mismo espíritu" originaban en mí sentimientos que encajaban bien con mi propia soledad. Ser "un cuerpo en Cristo" suscitaba en mí la imagen de un abrazo que pondría fin a mi soledad personal, a mi dolencia sin fin y a mi sentido de aislamiento sexual. La unión con Cristo, según mi fantasía de entonces, significaba superar mi propia soledad.
Y ésa no deja de ser una idea válida. La Eucaristía es un abrazo que se supone que elimina la soledad personal, pero, conforme vamos creciendo en edad, un tipo más profundo de soledad puede y debería comenzar a obsesionarnos. Esta soledad más honda nos hace conscientes de lo roto y dividido que está nuestro mundo, y todas las cosas y todos los seres humanos en él. Hay una "soledad global" que hace parecer pequeña nuestra pena particular.
¡Qué aislado y dividido está nuestro mundo! Miramos en torno a nosotros, vemos las noticias mundiales, nos enteramos de las noticias locales, miramos a nuestros lugares de trabajo, a nuestros círculos sociales, e incluso a nuestras iglesias, y por todas partes vemos tensión y división. Estamos lejos de ser "un solo cuerpo y un solo espíritu". Parece que tantas cosas confluyen para dividirnos: historia, circunstancias, orígenes, antecedentes, temperamento, ideología, geografía, credo, color y género. Y, además, ahí están nuestras heridas personales, los celos, los intereses egoístas y el pecado. Al mundo, como a un adolescente solitario, le duele su aislamiento e incomunicación. Vivimos en un mundo profundamente, abismalmente dividido.
Y conforme me voy haciendo mayor, me desespero más, porque nuestras divisiones no pueden solucionarse de ninguna manera, ni sencilla ni humanamente. La vida nos va enseñando poco a poco que es ingenuo creer que lo único que necesitamos es simplemente optimismo, buena voluntad, y una fe inquebrantable de que el amor vencerá. El amor puede vencer y de hecho vencerá, pero no sucede como en las películas de Hollywood, en las que dos personas, que realmente no tienen derecho alguno a vivir juntos, se enamoran y, a pesar de no tener nada en común, a pesar de estar profundamente heridas, a pesar de ser inmaduras y egoístas, y a pesar de no compartir ni fe ni valores, son capaces de superar todas sus diferencias para llegar al abrazo y el éxtasis prolongados, simplemente porque el amor lo conquista todo.
De alguna manera sabemos que la vida real no funciona así, a no ser que muramos en ese abrazo inicial, como Romeo y Julieta. Con el tiempo, nuestras diferencias tienen su palabra que decir, tanto en el ámbito de nuestras relaciones personales como en las relaciones entre países, culturas, grupos étnicos y religiones. En un determinado momento nuestras diferencias, como un cáncer que no se puede parar, comienzan a dejarse sentir y nos sentimos impotentes e incapaces de superar eso.
Pero esto no es desesperación. Es salud. El comienzo de un retorno a la salud consiste en la admisión de la impotencia o incapacidad, como lo sabe cualquiera que haya luchado alguna vez contra una adicción. Solamente estaremos dispuestos a recibir ayuda cuando admitamos que no podemos valernos por nosotros mismos. Observamos en los evangelios que los apóstoles, tantas veces, inmediatamente después de haber captado finalmente alguna enseñanza de Jesús, reaccionan con estas palabras: "¡Si eso es verdad, entonces resulta imposible para nosotros, así que no podemos hacer nada!" Jesús acoge esa respuesta (porque en esa admisión nos abrimos a la ayuda) y replica: "¡Es imposible para vosotros, pero nada hay imposible para Dios!".
Nuestras oraciones por la unidad e intimidad llegan a ser efectivas precisamente cuando brotan de ese sentimiento de impotencia, cuando pedimos a Dios que haga algo por nosotros, ya que no tenemos esperanza de poderlo hacer por nosotros mismos.
Un ejemplo de esto lo vemos en las comunidades de Quaker (los cuáqueros), cuando sus miembros se reúnen y se sientan sencillamente el uno junto al otro, en silencio, pidiendo a Dios que haga por ellos lo que no pueden hacer por sí mismos, a saber, darse mutuamente armonía y unidad. El silencio es una admisión de impotencia, de habernos rendido a la noción ingenua de que nosotros, como seres humanos, encontraremos finalmente las palabras justas y las acciones oportunas para producir una unidad que nos ha eludido siempre.
La Eucaristía es precisamente esa oración de impotencia, oración para que Dios nos otorgue una unidad que no podemos brindarnos a nosotros mismos. No es casual que Jesús la instituyera en el momento de su más intensa soledad, cuando se percató de que todas las palabras que había proclamado no habían sido suficientes y que ya no tenía más palabras que compartir. Precisamente cuando se sintió más desamparado, nos regaló la oración del desamparo, la Eucaristía.
Nuestra generación, como todas las generaciones anteriores, siente su impotencia e incapacidad, e intuye la necesidad de un mesías que venga de fuera, del más allá. No podemos curarnos a nosotros mismos ni podemos encontrar por nosotros mismos, solos, la clave para superar nuestras heridas y divisiones. Por eso tenemos que llevar nuestra impotencia a una especie de silencio-cuáquero, a una ferviente plegaria eucarística, que pida a Dios que venga a nosotros y que haga por nosotros lo que no podemos hacer por nosotros mismos, a saber, crear comunidad. Y justo por esta razón tenemos que participar fervientemente en la eucaristía.