He conocido el Amazonas, esa historia de agua inmensa, inabarcable, que está ahí como el primer día; que fluye al mar con la misma fuerza que el primer día; que late vivo siempre con idéntica juventud a la del primer día. Pareciera que los ríos no envejecen, que son y tienen vida. Una belleza sin más y sin matices que pudiera yo añadir para engrandecerlo o encomiarlo. Hay que verlo, merece la pena. Sólo así, viéndolo, cada uno construirá la imagen de sus riveras y de su caudal. Y sólo así, cada uno podrá construir el poema desde el que se pueda hablar con ternura y veneración de ese Amazonas gigante y legendario. Iquitos es tan plano como la palma de la mano; y desde Iquitos, esa llanura llega hasta el Atlántico. Un horizonte sin ondulaciones posibles hecho de agua y, en la lejanía, una débil raya verde que separa el agua del azul del cielo. Este río tiene entidad propia en sí mismo aunque no habláramos de él; por sí solo constituiría una realidad ineludible para la vida y la historia de nuestra tierra. Hay que verlo, merece la pena. Me faltó sólo navegarlo, y llegar a través de él a esos rincones alejados del habitual asfalto ciudadano que pisamos; llegar por él a los amuesas, ticunas, pisahuas, cashibos… ¿Algún día podré realizar esa ilusión de llegar, desde Iquitos, a la desembocadura del Amazonas? Me dijeron que es una travesía que dura de trece a dieciséis días en barcos de bastante tonelaje. ¿Os imagináis ese transcurrir tranquilo por un mar de agua dulce?
Santa Cecilia, virgen y mártir
Lc 19,45-48. Habéis hecho de la casa de Dios una “cueva de bandidos”.