En su novela “Vidas Breves”, Anita Brookner hace estas observaciones: Cuando somos jóvenes -dice- y oímos canciones tristes de amor pensamos que la tristeza y la decepción son un preludio a la experiencia de amor, más que el resultado de la experiencia en el amor. Sugiere ella que esto ocurre porque somos jóvenes y todavía aspiramos a lo sublime. Pero cuando vamos entrando en años nos damos cuenta de que lo sublime se ofrece en suministro desastrosamente escaso, de que el acto de amor es finito, de que estamos decepcionados por eso, y de que lo que anhelamos es una transformación permanente.
No estoy seguro de estar completamente de acuerdo con eso. Certísimamente, y también tristemente, lo sublime se encuentra en suministro desastrosamente escaso y esto proporciona más tristeza a nuestras vidas, de lo que nunca nos percatamos conscientemente; pero estoy menos seguro de si la tristeza expresada en canciones tristes de amor trata de la finitud del amor o de algo diferente.
La mayoría de los cantos románticos de amor expresan de hecho enfáticamente una frustración o desencanto que viene a ser preludio del amor. ¿De qué hablan las canciones tristes? De frustración, traición, imposibilidad, celos, añoranza, pesar, separación, muerte: La frustración de amar a alguien que no te ama; la congoja de anhelar a alguien cuando la situación se torna imposible; el pesar o remordimiento por algún disparate cometido; la amargura de ser traicionado en el amor; la angustia de la separación; la muerte de alguien antes de que se pudiera completar el amor; el dolor de los celos. Todas estas cosas y situaciones de alguna manera son preludio del amor. Todas hablan de la tristeza que procede de no poder hacer plena realidad el amor.
Pero Brookner habla de algo diferente. La tristeza y decepción que ella menciona proceden de la experiencia de un amor no frustrado, ni traicionado, ni imposible, ni celoso, ni separado, ni segado por la muerte. La tristeza y decepción sobre las que ella reflexiona proceden de la experiencia de la finitud del amor, de la insuficiencia congénita del amor en este lado de la eternidad, aquí en la tierra, y de la comprensión de que cualquier persona a quien amemos en la tierra, por muy buena y maravillosa que pueda ser, no es Dios y jamás puede, ella sola, bastarnos y llenarnos.
Lo que describe Brookner es lo que sentimos cuando una luna de miel acaba o muere. Todas las lunas de miel acaban, algunas por malas razones –por desinterés, aburrimiento, exceso de familiaridad, falta de disciplina emocional o por descarada infidelidad de una o de las dos partes. Pero las lunas de miel acaban también por buenas razones. Una luna de miel puede haber cumplido su objetivo, servido su tiempo, y la desilusión y decepción que surgen son entonces una invitación positiva para llevar la relación a un nivel más profundo. ¿De qué manera?
La desilusión puede ser buena o mala. Estar desilusionado significa tener una “ilusión disipada”. El amor que sentimos cuando vivimos una luna de miel no es ilusión. Es real, enormemente real, algunas veces hasta el punto de sofocación. Pero algo no es real en una luna de miel y esa ilusión debe disiparse con el tiempo. ¿Qué es lo que no es real?
Cuando estamos en la fase de luna de miel del amor a alguien, no estamos tanto enamorados de esa persona (aunque pensamos que lo estamos) cuanto del amor mismo, de la experiencia de estar enamorado, de lo que está produciendo en nosotros el hecho de estar enamorados. Estamos enamorados de una maravillosa, poderosa, ardiente energía que mana dentro de nosotros. Nos sentimos enamorados de un arquetipo: Cuando Juan se enamora de María, inicialmente no está enamorado tanto de María cuanto de lo que ella porta, toda la feminidad, el lado femenino de Dios. Por eso, cuando por primera vez estamos enamorados de alguien, esa otra persona sola es suficiente para eliminar nuestra inquietud y soledad. Basta simplemente con estar con él o con ella. Funcionalmente, él o ella es Dios para nosotros. Por eso las obsesiones en el amor pueden llegar a ser tan paralizantes.
Pero siempre, aun cuando seamos maravillosamente fieles el uno para con el otro, ese sentimiento al fin desaparece. Por muy bueno o buena que alguien sea, con el tiempo él o ella no nos bastará. Surge entonces una cierta desilusión necesaria y, con ella, una cierta decepción y tristeza. Entonces descubrimos que nos hemos casado con una persona humana, no con Dios. “Sólo Dios basta”.
Nuestra desilusión es una invitación a dejar de estar enamorados de una energía arquetípica (con Dios tal como se manifiesta en una persona humana), a amar de hecho y a preocuparnos por un ser humano concreto, singular. Se parece esto a lo que los apóstoles sintieron en el misterio de la transfiguración de Jesús cuando, después de que desapareció la hermosura que el mismo Jesús había exhibido en su cuerpo transfigurado, se percataron de que lo que quedaba “era sólo Jesús”. Muchos son los hombres y mujeres que, al final de una luna de miel en la que habían estado percibiendo a su pareja transfigurada, se dan cuenta de que “¡Es sólo María! ¡Es sólo Juan!”
Inicialmente esto se siente como tristeza, decepción. Pero no es una invitación a rebajar estoicamente las expectativas. Al contrario, es una invitación a una aventura y un camino más profundos en el campo de esa relación. Una relación en la que finalmente, sin ilusión engañosa, veremos de nuevo a la otra persona como transfigurada, como la vimos en la luna de miel – como eterna, como semejante a Dios, como suficiente o “bastante”.