El amor y la fe como fidelidad

3 de marzo de 2025

Hace varios años, un amigo mío hizo una propuesta de matrimonio muy poco romántica a su prometida. Tenía poco más de cuarenta años y había sufrido varias desilusiones amorosas, algunas de ellas, según su propia confesión, fueron su culpa, resultado de cambios inesperados en sus sentimientos. Ahora, en la mitad de su vida y luchando por no desilusionarse del amor y el romance, conoció a una mujer a la que respetaba y admiraba mucho, con quien sentía que quería construir una vida. Pero, inseguro de sí mismo, fue humilde en su propuesta.

En esencia, esta fue su propuesta: «Quisiera pedirte que te cases conmigo, pero necesito poner las cartas sobre la mesa. No pretendo saber lo que significa el amor. Hubo un tiempo en mi vida en el que pensé que lo sabía, pero he visto mis propios sentimientos y los de los demás cambiar con demasiada frecuencia, de formas que me han hecho perder confianza en mi comprensión del amor. Así que seré honesto: no puedo prometerte que siempre sentiré amor por ti. Pero sí puedo prometer que siempre seré fiel, que siempre te trataré con respeto, que siempre haré todo lo posible por estar a tu lado para ayudarte a alcanzar tus propios sueños y que siempre seré un compañero honesto en la construcción de una vida juntos. No puedo garantizar cómo me sentiré siempre, pero sí puedo prometer que nunca te traicionaré con infidelidad.»

Esta no es precisamente el tipo de propuesta de matrimonio que vemos en nuestras películas y novelas románticas, las cuales se basan en la creencia ingenua de que la pasión y la emoción que experimentamos cuando nos enamoramos permanecerán así para siempre. Su propuesta es madura, una que no promete ingenuamente algo que no puede cumplir.

Además de guiarnos hacia una comprensión más madura del amor, esta historia también es una buena imagen de cómo funciona la fe. La fe, al igual que el amor, al final es más cuestión de fidelidad en nuestras acciones que de fervor en nuestros sentimientos. Aquí hay un ejemplo.

Cuando estaba en el seminario, un compañero mío se fue un verano a hacer un retiro de treinta días. Su objetivo era intentar adquirir una fe que sintiera con más fervor, que afectivamente le calentara el corazón. Sufría de lo que describía como una fe «estoica», una sensación interna de la realidad y el amor de Dios, pero que no se traducía en sentimientos cálidos de seguridad sobre la existencia y el amor de Dios. Según su propia confesión, le faltaba afectividad, fuego, emoción y calidez en su fe, y se fue en busca de eso.

Regresó del retiro aún estoico, aunque cambiado de todos modos: «Nunca obtuve lo que pedí,» dijo, «pero obtuve otra cosa. Aprendí a aceptar que mi fe tal vez siempre será estoica, y aprendí también que esto está bien. No necesariamente tengo que tener sentimientos cálidos e imaginativos sobre mi fe. No necesito estar lleno de emoción y fuego. Solo necesito ser fiel en mis acciones, no traicionar lo que creo. Para mí, la fe ahora significa que debo vivir mi vida con caridad, respeto, paciencia, castidad y generosidad. Solo tengo que hacerlo; no necesito sentirlo siempre.»

La fe y el amor se identifican con demasiada facilidad con sentimientos emocionales, pasión, fervor, afectividad y fuego romántico. Y esos sentimientos son parte del misterio del amor, una parte que estamos llamados a abrazar y disfrutar. Pero, por maravillosos que sean esos sentimientos, como la experiencia lo demuestra, son frágiles y efímeros. Nuestro mundo puede cambiar en quince segundos, porque podemos enamorarnos o desenamorarnos en ese tiempo. Los sentimientos apasionados y románticos son parte del amor y de la fe, aunque no la parte más profunda, y no una parte sobre la que tengamos mucho control emocional.

Así que, aunque no sea romántico, me gusta el enfoque estoico que expresa la propuesta de matrimonio de mi amigo, especialmente en lo que respecta a la fe. Para algunos de nosotros, la fe nunca será, excepto en períodos breves, algo que encienda nuestras emociones y nos llene de calidez. Sabemos cuán efímeros pueden ser los sentimientos.

Al igual que mi compañero con la fe «estoica», algunos de nosotros tal vez tengamos que conformarnos con una fe que le diga a Dios, a los demás y a nosotros mismos: «No puedo garantizar cómo me sentiré en un día cualquiera. No puedo prometer que siempre tendré pasión emocional por mi fe, pero sí puedo prometer que siempre seré fiel, que siempre actuaré con respeto y que siempre haré todo lo posible, dentro de mis limitaciones humanas, para ayudar a los demás y a Dios.»

El amor y la fe se manifiestan más en la fidelidad que en los sentimientos. No podemos garantizar cómo nos sentiremos siempre, ¡pero sí podemos vivir con la firme determinación de no traicionar lo que creemos!

Artículo original en inglés

Imágen: Depositphotos