No, no es un inmortal, ni el rey del pop, ni una figura que llorar. Mikel Jackson fue ciertamente un ser humano especialmente dotado para la música, moverse como un contorsionista, reinar en los escenarios y en el olimpo de esas estrellas que ilustran las carpetas de los adolescentes y venden millones de canciones.
Pero en realidad, al menos visto desde fuera y en lo que humanamente se puede juzgar, no era más que un pobre muchacho que nunca llegó a ser adulto, un negro que se empeñó en ser blanco, un famoso, destruido por el éxito, una víctima del dólar y la idolatría del consumismo.
Seguirán cantándose sus cancinones. Su mito, desprovisto de la ganga de la fragilidad, crecerá en el imaginario colectivo y los jovenes de entonces le echarán de menos uniéndolo a sus aventuras de tiempos mejores.
Como persona Mikel Jackson es un icono de una sociedad estúpida que cree que el dinero lo puede todo. La patética figura de este cantante sobrenada por encima de su genialidad. ¿De qué le sirvió su reinado musical si se destruyó a sí mismo? ¿Qué lloran sus fans cantando en la vía pública? ¿Su pérdida como músico? ¿O su probable suicidio, arruinado, desencantado, perdido entre los focos y decibelios de un escenario que no le dio la paz?
Ni siquiera es, como se ha dicho, un juguete roto. La idolatría y la fama le convirtió en una caricatura de sí mismo. Aunque quiero soñar que el niño con cara de bueno que empuñó el primer micrófono subsistía en lo hondo de él mismo. Y que Dios Padre, que está por encima de estas coordenadas nuestras, le haya acogido en el cielo de los ángeles negros, que quisieron ser blancos, se negaron a crecer y que en todo caso nos alegraron este pequeo mundo con su buena música. Ese ángel, ese Mike sí es inmortal.