¿Cuál es la verdadera raíz de la soledad humana? ¿Un defecto en nuestro modo de ser? ¿La insuficiencia y el pecado? ¿O dice todo la famosa frase de san Agustín: Nos has hecho para ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti?
La afirmación de san Agustín, a pesar de todo su mérito, no es suficiente. Somos almas infinitas en vidas finitas, y eso solo sería bastante para explicar nuestra incesante e insaciable inquietud; pero hay algo más, esto es, nuestras almas entran en el mundo llevando el sello de eternidad, y esto da a toda nuestra inquietud un colorido singular.
Hay varias explicaciones de esto: Por ejemplo, Bernard Lonergan, el muy considerado teólogo y filósofo, indica que el alma humana no entra en el mundo como tabla rasa, una pura y limpia hoja de papel en la que cualquier cosa puede ser escrita. Más bien -para él- nacemos con el sello de los primeros principios indeleblemente estampados en nuestra alma. ¿Qué quiere decir con esto?
La teología y la filosofía clásicas señalan cuatro cosas que llaman trascendentales, queriendo decir que de alguna manera se aplican a todo lo que existe, a saber, unidad, verdad, bondad y belleza. Todo lo que existe lleva de alguna manera estas cuatro cualidades. Con todo, estas cualidades son perfectas sólo en Dios. Dios solo es perfecta unidad, perfecta verdad, perfecta bondad y perfecta belleza. Pero, para Lohergan, Dios sella estas cuatro cosas, en su perfección, en el centro del alma humana.
Por consiguiente, entramos en el mundo conociendo, aunque oscuramente, la perfecta unidad, la perfecta verdad, la perfecta bondad y la perfecta belleza, porque ya subyacen dentro de nosotros como un imborrable sello. De esta suerte, podemos distinguir lo cierto de lo falso porque ya conocemos la perfecta verdad y bondad en el centro de nuestras almas, justamente como también reconocemos instintivamente el amor y la belleza, porque ya las conocemos de un modo perfecto, aunque oscuro, en nosotros mismos. En esta vida, no aprendemos la verdad, la reconocemos; no aprendemos el amor, lo reconocemos; y no aprendemos lo que es bueno, lo reconocemos. Reconocemos estas cosas porque ya las poseemos en el centro de nuestras almas.
Algunos místicos expresaron esto de una manera mítica: la enseñanza de que el alma humana viene de Dios y que lo último que Dios hace antes de poner un alma en el cuerpo es besar el alma. El alma entonces va a través de la vida recordando siempre oscuramente ese beso, un beso de amor perfecto, y el alma mide todos los amores y besos de la vida en contraste con ese perfecto beso primero.
Los antiguos estoicos griegos enseñaron algo similar. Decían que las almas pre-existían en Dios y que Dios, antes de poner un alma en un cuerpo, borraría la memoria de su pre-existencia. Pero el alma entonces estaría siempre inconscientemente atraída hacia Dios porque, habiendo procedido de Dios, el alma siempre recordaría oscuramente su verdadera casa, Dios, y dolería volver allí.
En una versión más bien interesante de esta noción, enseñaron que Dios ponía el alma en el cuerpo sólo cuando el bebé estaba ya plenamente formado en el vientre de su madre. Inmediatamente después de poner el alma en el cuerpo, Dios sellaría la memoria de su pre-existencia cerrando físicamente los labios del bebé en contraste del hablar sin fin de su pre-existencia. Por eso tenemos una pequeña hendidura debajo de nuestras narices, justo encima del centro de nuestros labios. Es donde el dedo de Dios selló nuestros labios. Esta es la razón por la que siempre que nos esforzamos en recordar algo, nuestro dedo índice se levanta instintivamente a esa hendidura que está debajo de nuestra nariz. Estamos tratando de recuperar una memoria primitiva.
Quizás una metáfora podría ser útil aquí: Nosotros hablamos comúnmente de las cosas como “que suenan verdaderas” o “que suenan falsas”. Pero sólo suenan las campanas. ¿Hay una campana dentro de nosotros que suena algo, de un cierto modo cuando las cosas son verdaderas y de otro modo cuando son falsas? En esencia, sí. Alimentamos una memoria inconsciente de haber conocido una vez de modo perfecto el amor, la bondad y la belleza. De ahí que las cosas sonarán verdaderas o falsas, dependiendo de si están midiendo o no el amor, la bondad y la belleza que ya residen en una forma perfecta en el corazón de nuestras almas.
Y ese corazón, ese centro, ese lugar de nuestras almas donde hemos sido sellados con los primeros principios y donde recordamos inconscientemente el beso de Dios antes de que nazcamos, es el verdadero sitio de ese dolor congénito que hay en nosotros y que, en esta vida, nunca puede ser calmado. Llevamos la oscura memoria, como dice Henri Nouwen, de haber sido cuidados una vez por manos mucho más delicadas de lo que encontramos en esta vida.
Nuestras almas recuerdan oscuramente haber conocido una vez el amor perfecto y la belleza perfecta. Pero, en esta vida, nunca encontramos esa perfección, aun cuando suframos para siempre por alguien o algo con el fin de encontrarnos a esa profundidad. Esto crea en nosotros una soledad mortal, una añoranza por lo que llamamos un compañero del alma, a saber, una añoranza por alguien que pueda reconocer, compartir y respetar genuinamente lo que hay más profundo dentro de nosotros.