El calvario de la infancia : Niños sin futuro

25 de septiembre de 2007

    Comencemos este calvario recogiendo algunos datos estremecedores. Tres de cada cuatro niños trabajadores abandonan la escuela según estadísticas oficiales. Unos trescientos cincuenta mil menores de edad no reciben pago por su trabajo y de ellos ciento setenta mil están por debajo de los catorce años. La asistencia escolar de niños y adolescentes es de ciento cuarenta y dos mil cuatrocientos, es decir un 40% del total. En la editorial del diario La Prensa del 20 de Agosto de 2005 se lee: “casi el 10% de los niños hondureños contribuyen a completar el presupuesto familiar. Las fábricas los explotan al pagarles salarios menores al mínimo. En las principales ciudades de Honduras los niños de familias pobres siempre trabajan vendiendo golosinas, periódicos, comida y toda clase de chucherías. Otros son obligados por sus padres a mendigar en las zonas más concurridas, en las paradas de los semáforos y en algunos casos más patéticos hasta asaltar y matar a las personas en pos de dinero”.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. “Niño muere soterrado cuando buscaba envases para venderlos. Les cayó un alud de tierra que se desprendió de una de las paredes de una cuneta que cruza un extremo de la colonia S. José. La muerte fue por asfixia. Su mamá se gana la vida lavando ajeno. Él de 7 años y su hermana de 9 salieron a buscar envases para ganar algún dinero que les sirviera para comer y poder así ayudar a su madre. Los bomberos desenterraron al niño” (Tiempo, viernes 15 de Julio de 2005)

Obviamente estos “cipotes” no van a la escuela y forman parte de los trescientos cincuenta mil que no reciben paga por su actividad. En el área rural la situación es mucho más dramática. El 59% de los niños no recibe educación porque se dedican a labores agropecuarias, sembrando y cosechando granos básicos o trabajando en haciendas particulares donde sus patronos les pagan lo que les viene en gana. Lo más triste es que a tan corta edad aquí se corta el derecho que tiene todo niño a jugar, a asistir a la escuela siquiera con una taza de café, un jugo o un pedazo de pan en el estómago, y en general a disfrutar de esos años de felicidad bajo el amparo y seguridad de su familia.

El periódico Tiempo nos adentra aún más en este clavario. “La Organización Internacional del Trabajo (OIT) concluyó ayer 18 de Agosto de 2005 en un foro, que el trabajo infantil en Honduras, donde trabajan trescientos cincuenta mil niños, es de una magnitud importante y, si eso no se corrige, para el país tendrá consecuencias económicas en el marco del tratado de libre comercio con los EEUU. Se advierte que las multas al estado podrán alcanzar cifras hasta de quince millones de dólares si existe incumplimiento. Los niños que hoy trabajan son candidatos a ser padres pobres en el futuro”.

En este mismo medio de comunicación aparecía diez días antes el testimonio de un adolescente de 16 años que no encuentra la puerta para salir de este calvario. Él y sus amigos deambulan por la segunda avenida en el centro de la ciudad de San Pedro. Las palabras que recoge Tiempo son: “Con el “resistol” no siento nada: ni miedo ni hambre y tampoco me acuerdo de cosas feas” dice, mientras extrae de la bolsa derecha de su “short” beige, un bote reciclable, que en vez de refresco, contiene, por lo menos, la cuarta parte de pegamento. La comenzó a inhalar sin cesar esa sustancia nociva desde hace varios meses, desde que se fugó de su casa, situada en El Progreso, para evadir la cruda realidad de su hogar.

“Me salí de casa porque mi padrastro golpea a mis hermanos y quiere que yo le “ponga” a la marihuana a la fuerza”, dice. Ha fumado la marihuana unas veinte veces, pero no le gusta, prefiere el pegamento: dura más, es más barato y no le provocará vómitos como la hierba.

Para estos adolescentes el pegamento es indispensable, es como el oxigeno. Sin él no pueden vivir. Es tan valioso que muchas veces desatan pleitos callejeros por un poco de esa sustancia utilizada por los zapateros. Ellos y ellas están extremadamente pegados a estas sustancias.  Dentro de ella se sienten seres humanos diferentes, pelean por conseguirlas. Gracias al pegamento logran olvidar por unos momentos las terribles pesadillas que arrastran desde la infancia. Prosigue el relato: “Cuando tenía diez años vi el asesinato de mi padre. Nosotros veníamos en el carro de vender pan y en la carretera nos salieron como seis mareros. Ellos nos hicieron tiros y nos pararon. Después nos bajaron. A mí me pusieron una pistola en la cabeza para que mirara cómo mataban a balazos a mi papá”, relata.

Después de la tragedia su madre, Lourdes Suyapa Orellana, quedó sola y con cinco hijos, sin dinero para alimentarlos ni para matricularlos en la escuela. “El único que va a la escuela es mi hermano Daniel. Está pequeño, pero mi tía le está ayudando. Mi mamá no tiene pisto para ponernos. El único dinero que logra es el que le pagan cuando lava o plancha ropa ajena. El marido que ahora tiene, no trabaja y fuma marihuana y el anterior  lo mataron de varios balazos en la cabeza” ( Tiempo, Martes, 9 de Agosto de 2005)

Son numerosos los niños y niñas que crecen en desamor, con vacíos afectivos, soportando abandonos, voces, asumiendo tempranamente responsabilidades adultas, asomándose a las injusticias, soportando malos tratos y hasta abusos sexuales. Ellos y ellas limpian los cristales de los “carros”, recogen basuras, cargan y descargan paquetes, se defienden, se atrincheran, crecen temerosos, algunos huyen de sus hogares, ya conocen el dolor y el sufrimiento. Todos estos que nombro no han pisado la escuela, son hijos de la calle, han formado su propia escuela, sus propios lenguajes y reglamentos, han comenzado la dura carrera por la supervivencia, algunos son maestros en el arte del hurto y del engaño. Sacrificaron el estudio por conseguir unos lempiras trabajando a tiempo y a destiempo, por unas horas o por lo que sea. La procedencia de familias pobres obligó a algunos a colaborar tempranamente en el sostenimiento económico del hogar. La trampa de la pobreza es muy astuta. El desarrollo de esta infancia llevará consigo un gran número de deficiencias de todo tipo.

Este calvario tiene también la cara amarga de los niños que han sido abandonados en la calle, en los hospitales, en cualquier rincón de la ciudad. Ya llevan la marca del desamor, y del olvido. De esos niños y niñas, sobre todo de los más deficientes e indefensos, de los que ya cargan con alguna enfermedad permanente, pueden hablar muy bien las religiosas de la casa del Buen Samaritano. Son un “montoncito” de jóvenes  valientes, con una generosidad sin límites; han apostado por los niños más pobres y enfermos y han ofrecido sus vidas para amarlos y cuidarlos todas las horas del día y de la noche. Ellas se desviven con total naturalidad y exquisita ternura por quienes están más necesitados de cariño y hogar, de protección y de todo tipo de cuidados. Junto a ellas, encontramos a un pequeño grupo de voluntarios que por allí se acercan para echar una mano, prestar todo tipo de colaboración y hasta descansar unos días, como lo hace Monseñor Ángel cuando le abruma el trabajo del obispado y se retira a su pequeño paraíso de luz y vida.

La casa y su ubicación son bellas pero quienes allí residen no son agradables a los ojos de este mundo. No cuentan para esta sociedad. En sus edades tempranas ya están marcados por fuertes heridas, por cruces difíciles de llevar y soportar, por muchas carencias y dolores. En medio de este calvario infantil encontramos la tierra buena de estas religiosas que ya han producido frutos abundantes de consuelo, amistad y alegría. Son fuerza de Dios, página abierta de un evangelio inacabado, trabajadoras incansables entre los más pequeños del Reino.
Este calvario adquiere también la forma de la explotación y el abuso sexual. Así nos lo cuenta un niño de trece años: “El día que vine al Proyecto ABC el educador me quitó todo lo que tenía. Al mes, él intentó abusar de mí. Eso fue hace once meses. Un día, a la hora de dormir, él me estaba esperando. Aguardó hasta que yo me durmiera para subirse a mi cama e intentó besarme. Yo lo sentí, me bajé y me salí del cuarto” (…) “En otra oportunidad yo estaba bañándome y él intentó agarrarme a la fuerza. Yo me solté y salí corriendo. Luego me fugué saltando el muero, porque ya no quería tener más problemas con él y con un profesor que se llama Larry, quien me amenazaba con encerrarme por cosas que dejaba de hacer”(…) “A mis amigos les pasó lo mismo que a mí. A uno le obligó a tener sexo oral y a los demás a tener relaciones sexuales. También los besaba en la boca y los amenazaba con golpearlos si decían algo” (La Prensa, Martes 5 de Julio de 2005).

Quienes han pasado por este dolor difícilmente lo olvidan. Algunas de estas experiencias las he tenido que escuchar en labios de personas adultas. Lo cuentan con lágrimas, rabia, entrecortados, deseos de venganza, amargura, frustración. El mal ha hecho herida en sus cuerpos y en su psicología. ¡Qué difícil se hace entonces acoger el misterio del dolor y de la muerte! ¿Cómo vencer la negatividad de unas vidas tan  marcadas desde la misma infancia? ¿Cómo consolar y abrir paso a la esperanza? ¿Cómo recuperar a la persona para que pueda  mirar a sus semejantes y al futuro con optimismo? Guardo silencio y más silencio y me limito a escuchar el mal que han soportado algunas personas y a ofrecerlo después en el altar de la vida y de la resurrección para que tanto luto pueda ser transformado en una nueva reconstrucción y recreación del ser humano. Creo firmemente que “para Dios nada hay imposible” y que para el que cree en ello todo es posible. Creo en los nuevos comienzos cuando se crean también las nuevas oportunidades y condiciones para levantar el vuelo, “alzar de la basura al pobre” y seguir dando una palabra de vida a quienes no la han recibido.

A este calvario le faltan más voces de denuncia. Aún son escasas las acciones y programas que permiten rescatar a los niños y niñas de los peores trabajos infantiles. La gente acaba acostumbrándose a convivir con el mal, a soportar la explotación y el abuso, a tener mal trato. Existe una escasa conciencia colectiva para salvaguardar los derechos de los niños. Las organizaciones, los colectivos y los grupos eclesiales que lo hacen serán objeto de nuestra admiración cuando salgamos de estos laberintos y entremos en tierras más limpias y allanadas.