El Corazón de un Niño

1 de septiembre de 2008
“Os aseguro que si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”. (Mt 18,3)

¿Cómo podemos hacer esto? ¡Cómo podemos  “des-aprender” o anular nuestra sofisticación y cancelar el hecho de que somos adultos? ¿Qué tipo de viaje como de recreo puede volver virgen a un corazón?  

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Parte de nuestra dificultad  -creo yo-  procede de la forma cómo pensemos sobre el corazón de un  niño. Cuando imaginamos el corazón de un niño, casi automáticamente pensamos en su inocencia. Un corazón de niño es inocente por naturaleza. Ciertamente el niño  es asombrosamente inocente. Pocas cosas hay en el mundo que pueden hacernos parar con respeto: obligar a un  hombre a vigilar su lenguaje, obligar a una mujer a vigilar sus acciones, obligarnos a nosotros mismos a vigilar lo que decimos en conversación abierta, hacer que lamentemos malas decisiones y forzarnos a querer ser mejores personas que la inocencia de un  niño.  La inocencia es una poderosa luz moral que marca al alma.  

Pero no era exactamente en eso en lo que estaba pensando Jesús cuando nos retó a hacernos como niños. Nosotros no podemos permanecer niños para siempre. La niñez ha ido  creciendo naturalmente y se ha vuelto demasiado grande, y la adultez trae consigo una desconcertante complejidad en la vida en general, y en la sexualidad en particular, que no encontramos todavía dentro del corazón de un niño. Pero nosotros no escogemos esto. Para un adulto la vida no puede ser ya sencilla, y gran parte de la inocencia natural de un niño se pierde en ese proceso.

Entonces, ¿en  qué está pensando Jesús cuando propone el corazón de un niño como ideal?

Él claro que piensa en una cierta inocencia, aunque no la simple inocencia de la pre-sofisticación, la de ser protegido de la propia complejidad y de la del mundo.  La inocencia que Jesús glorifica en los niños es la sana integridad de no haber sufrido heridas todavía, de ser todavía capaces de confiar, de no haber endurecido todavía su corazón con el pecado, con la herida o la desilusión. Jesús dice eso mismo cuando se le pregunta si el divorcio es bueno o malo. A la pregunta concreta responde no declarándolo categóricamente bueno o malo, sino dando una razón más profunda por su frecuencia: Jesús afirma que el divorcio ocurre porque nuestros corazones ya no son como eran “al principio”,  a saber, en aquel tiempo inicial antes de que Adán y Eva pecaran, y (referido a nuestras propias vidas) en el tiempo primero antes de que fuéramos heridos por la vida. En un corazón sin heridas, en el corazón de un niño, el divorcio no existe como opción. Adquirir el corazón de un niño es por tanto intentar trasladarnos más allá de las cosas que nos han herido y endurecido.

Pero eso es sólo un aspecto. La cualidad de corazón percibida en un niño, la que Jesús nos reta a imitar por encima de todo, es la de reconocer nuestra impotencia y nuestro desamparo.  Un niño por naturaleza es impotente. No puede valerse por sí mismo,  no puede proveer sus necesidades, alimentarse a sí mismo, o cuidar de sí mismo. Un niño no va a tener  desayuno, si mamá y papá no se levantan y lo preparan. Un niño conoce la dependencia, sabe que la vida viene de más allá de sí mismo, que él no es auto-provisor ni auto-suficiente.

Pero, como adultos, tendemos a olvidar esto. Al corazón adulto,  al menos durante esos años en que nos sentimos con fuerza y con salud, le gusta creerse auto-provisor, autosuficiente, capaz de cuidarse de sí mismo: Puedo proveer por y para mí mismo. El corazón adulto tiende a vivir la ilusión de la auto-suficiencia, y esa falsa noción está a la puerta de la pseudo-sofisticación y de la falta de empatía, que nos aíslan de los demás.  

Pero ¿cómo podemos deshacer esto? ¿Cómo podemos “cambiar, convertirnos, y hacernos como niños” (Mt 18,3)?

La naturaleza, Dios y las circunstancias lo hacen con frecuencia por nosotros. Aquí va un ejemplo: Hace varios años,  fui a un funeral de un anciano de noventa años.  

Había sido siempre un hombre sincero y honesto, un hombre bueno, un hombre de familia, y un hombre de profunda fe; pero, al mismo tiempo, había sido también, al menos hasta los años próximos a su muerte, un hombre especialmente fuerte, tremendamente independiente, orgulloso de su autosuficiencia y con frecuencia duro con los otros, irascible y cascarrabias en su trato con ellos. Su hijo, sacerdote, predicó en la misa del funeral, y en su homilía vino a decir esto:

“La Sagrada Escritura nos dice que la suma de los años de la vida de un hombre es setenta, y la de los más robustos hasta ochenta. Pero mi padre vivió noventa años. ¿Por qué esos diez años extra? Bueno, no hay misterio alguno en ello: En el caso de mi padre, Dios necesitó diez años extra para suavizar su carácter. Mi padre no estaba todavía preparado para morir a los ochenta; era todavía demasiado fuerte, demasiado independiente, demasiado autosuficiente. Pero los últimos diez años hicieron mella en él: Perdió a su esposa, su salud, mucha independencia, su puesto en la sociedad, y su firme apego a la vida. Y todo eso vino a sosegar su alma. Murió preparado para asir gozosamente una mano más fuerte, la de Dios”.

Nosotros, por nuestra parte, tenemos una doble opción: Podemos realizar este proceso con plena deliberación, a propósito (por así decir), o, por el contrario, podemos guardar intensamente por tiempo indefinido nuestra fuerza y nuestro sentido de autosuficiencia, y… esperar que la naturaleza, Dios y las circunstancias lo realicen por nosotros.