Una de las cuestiones más profundas que subyace en la tensión entre liberales y conservadores en la Iglesia es la tensión entre el Cristo anonadado y el Cristo triunfal, la tensión entre el Cristo que se vacía de sí mismo para convertirse en esclavo y el Cristo que resucita triunfante sobre la muerte y reina en el mundo.
Recuerdo un incidente, ocurrido en nuestro Capítulo General de los Oblatos en Roma el año 2004, que ilustra bien esto. Nuestro Capítulo estaba ya a punto de concluir, e intentábamos redactar un documento destinado a nuestros misioneros alrededor del mundo. En la sala capitular había misioneros de cerca de 70 países diferentes y, por tanto, nuestra experiencia era bastante diversa. Uno de los delegados de Europa Occidental se puso de pie y vino a decir lo siguiente: “Vivo en una cultura en la que hay cantidad de anticlericalismo y mucho resentimiento contra la Iglesia, provocado no precisamente por la crisis del abuso sexual (como recientemente en Estados Unidos), sino por una historia de privilegio eclesial. ¡El único Cristo que puedo yo anunciar ahora mismo es un Cristo humillado, un Cristo que se vacía, que se anonada, que no alardea a la vista de nadie!”.
Aun antes de que pudiera sentarse, un grupo de diferentes voces, procedentes de diversas partes del mundo, objetó, afirmando precisamente lo contrario: “¡Lo que necesitamos es que Cristo sea más visible! Lo que nuestra cultura necesita ahora mismo es que proclamemos la verdad y el triunfo de Cristo! Ahora no es tiempo de ser tímidos y de quedarnos mudos. ¡Tenemos que celebrar y proclamar nuestra fe, con sano orgullo, en público, de forma atrayente y con colorido!”.
¿Cuál de los dos tenía razón?
Los dos. La Escritura nos da ambas versiones de Cristo.
Por una parte, la Escritura, en su centro mismo, proclama el triunfo de Cristo. Por eso -como Karl Barth solía decir atinadamente- nuestro Dios no necesita que nadie le defienda o le elogie como si fuera un producto que hay que vender. No es el mundo el que juzga a Dios, sino Dios quien juzga al mundo. Dios no necesita que lo ablanden o rebajen, o ni siquiera que lo expliquen; Él, simple y llanamente, tiene que ser proclamado, anunciado.
Barth fue un famoso teólogo protestante, pero este su pensamiento es idéntico al de la tradición de la Iglesia católica, con su larga y satisfactoria historia de instituciones de educación y de salud, de procesiones del Corpus Christi, de Vía Crucis en público, de cenizas en nuestra frente para el comienzo de la cuaresma, de Jornadas Mundiales de la Juventud, de catedrales e Iglesias que dominan el paisaje, y de hábitos religiosos y cuellecillos clericales para poner públicamente aparte a ciertas personas. Todo esto habla del Cristo triunfal y sugiere que la mejor respuesta a las cuestiones que la iglesia enfrenta en una cultura secularizada – indiferencia, reto beligerante en cuestiones sexuales, sentimientos anti-eclesiales y anticlericales alimentados (sobe todo en Estados Unidos) por la crisis del abuso sexual, oposición al pensamiento y a los símbolos religiosos en el ámbito público, e ira contra la estructura de la autoridad de la iglesia- no es la de desaparecer en un humilde mutismo, privatizando más aún nuestras creencias, como disculpándonos por el hecho de que el mundo no nos comprenda, y rehusando siempre proclamar firme y abiertamente nuestra verdad a la cara del mundo. La respuesta preferida consistiría precisamente en celebrar y proclamar nuestra fe públicamente, con sano orgullo y con todo colorido.
Pero esto es sólo la mitad de la verdad.
Por otra parte, la Escritura nos dice también que Dios viene a este mundo como un bebé indefenso e impotente acostado en un pesebre, incapaz de alimentarse a sí mismo, y que luego se convierte en el Cristo que rehúsa todo poder terrenal, la gloria, la vana parafernalia, el hábito religioso, y todo lo demás. Él fundamenta su misión en una profunda vida de oración y en una inquebrantable integridad personal, que le apartarán del resto de la humanidad. El Dios que nace en este mundo es también el Dios que se humilla y se anonada para convertirse en un esclavo. No es éste el Dios de terremotos, tormentas y tempestades, sino el de la amable brisa, que sabe que el ateísmo es siempre un parásito que se alimenta del mal deísmo y que el anticlericalismo (opuesto al privilegio eclesial) es invariablemente una reacción a la situación de privilegio eclesial. Éste es un Dios que, como Carlo Caretto sugirió una vez, querría que aplazáramos, para mucho más tarde en el Reino, todos los aplausos triunfales y todas las peroratas de victoria, y que realmente prefiere, mientras tanto, que celebremos la eucaristía en los pabellones para enfermos cancerosos, en hospitales psiquiátricos y en otros lugares donde se vive realmente la pasión dolorosa de Cristo.
Cristo es a la vez un Dios anonadado y un Dios triunfal. Nosotros, por nuestra parte, tenemos que irradiar los dos. A veces tendremos que gritar nuestra verdad desde los tejados, marchar públicamente en procesiones, proclamar un Dios que no necesita que nadie lo defienda, lo elogie o lo ablande, y tendremos que celebrar públicamente y con mucho colorido nuestra fe.
Pero otras veces tendremos que ser también humildes, no alardear a la vista de nadie, irradiar un Dios que nació desvalido, como bebé anónimo acostado en un pesebre, despojado de todo reconocimiento y de todo poder mundano.
¿En qué ocasiones habríamos de anunciar a un Cristo o al otro? Tendremos que encontrar la respuesta de acuerdo a nuestras propias circunstancias, a nuestro propio temperamento, y a nuestra propia y única llamada y vocación, -y siempre con discernimiento práctico y prudente. Hay momentos para exhibir un símbolo religioso y hay momentos para no hacerlo.
Pero, en ambas instancias, es siempre la hora de ser comprensivos y respetuosos para con los que piensan de modo diferente de nosotros.