El cuarto mandamiento

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Honrarás a tu padre y a tu madre". Re­cuerdo cuando era pequeño y en catequesis nos explicaban ese Mandamiento. Nos decían: "Tenéis que obedecer a vuestros papas". Nunca está de más que a uno se lo recuerden un par de veces cuando está aprendiendo a crecer, a establecer sus límites en el mundo.

Con el tiempo he aprendido que esa peque­ña frase significa mucho más. Honrar y respetar tiene muchos significados conforme se avanza en esta vida. El primero siempre es la obediencia. Je­sús honraba a su Madre y en los Evangelios hay ejemplos de ello.

En la niñez

El primero, y el más aplicable a mi niñez, es­tá en las bodas de Cana. Allí Jesús se pliega a los deseos de María, aunque a primera vista parezca reticente ("Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora"). En todo caso, nos mues­tra cómo un hijo debe obedecer a sus padres.

Conforme transcurre el tiempo, la sumisión debe ser reemplazada por un respeto diferente. Por mucho que fuera la Voluntad Divina, a María le entristecía ver a su hijo en la cruz. Puede que incluso pensara que aquella no era una buena manera de honrarlos a ella o a José. Y, en cambio, Jesús no dejó nunca de serles fiel. En los planes de Dios no siempre funciona la lógica humana. Ya nos tiene dicho el Señor: "Mis planes no son vuestro planes, ni mis proyectos los vuestros". Y son preci­samente los suyos los únicos que interesan.

Que ellos se sientan orgullosos

Con los años he descubierto que no hay mejor modo de honrar a mis padres que hacer que se sientan orgullosos de mí. Cuando han tenido oca­sión, me han educado todo lo que han podido. Co­mo buenos padres, su único objetivo es conseguir el bienestar (físico, emocional, espiritual) de mis hermanos y mío. Es mi deber honrar esa devoción que les ha guiado mientras me acompañaban de la mano, mientras me enseñaban a caminar. Es mi de­ber, por su memoria, seguir siempre el camino co­rrecto. Igual que no hay mejor manera de honrar y amar a Dios nuestro Padre que vivir conforme a sus deseos. Jesús hizo grandes a sus padres, hizo gran­de a María, siendo él el más grande.

Cuando la fuerza les abandona

Y llega el momento en que las tornas se vuel­ven, el momento en que se ha de realizar el últi­mo esfuerzo para honrar a nuestros padres. Este instante es cuando la vida hace que a ellos les abandone la fuerza que nos transmitieron en nuestra infancia y, al mismo tiempo, nos infunde la fuerza necesario para acompañarlos. Si es un deber cristiano cuidar a los enfermos, cuánto más sentido tiene cuando esos enfermos son los que nos dieron la vida, los que nos enseñaron a vivir.

El gran ejemplo es Jesús en la cruz. Sabiendo que su misión era otra y no podría seguir al lado de María, buscó a su discípulo más querido y di­jo: "Ahí tienes a tu madre. Madre, ahí tienes a tu hijo". No se desentendió. Su tarea era otra, pero no se escudó en ella. Igual que María honró a su hijo, le amó, lo hizo crecer y le dejó libre en el mundo, Jesús nunca abandonó a su madre.

Al estilo de Jesús

Todos tenemos una María y un José. Todos tenemos unas personas que nos acompañaron cuando éramos niños, y que con los años se con­vierten en niños. Tenemos la obligación de pagar su sudor con nuestro sudor, de hacerles la vida más fácil. Escucharles mientras hablan, ser sus manos, sus piernas, sus ojos, su cabeza. Para ca­da uno es una labor diferente, igual que no hay dos hijos iguales, no hay dos padres ni dos se­gundas infancias que coincidan. Para los pobres de espíritu como yo, es una tarea ardua, que en ocasiones requiere de toda la paciencia. Debe­mos honrar sus días mientras el cielo nos los conceda, y su recuerdo cuando es lo único que nos queda.

Pero nunca estaremos solos. Igual que Jesús acudió a su discípulo, nosotros tenemos herma­nos en la Iglesia para ayudarnos. Lo que hace aún más dura nuestra labor: del mismo modo que Juan acogió sin reparos a María como Madre y la llevó a Éfeso, nuestros padres y nuestras ma­dres, nuestras Marías y Josés, están en todos los que necesitan nuestra ayuda. Todos los que me­recen ser honrados. Tenemos una deuda de vida con ellos, una deuda que sólo se puede pagar llevando la vida y la esperanza allá donde vaya­mos.

Es una verdadera prueba que se nos dicta en el Cuarto Mandamiento. Una prueba y un regalo. El amor tiene mucho de cruz, pero tiene aún más de resurrección. El último don que recibimos de nuestros padres es la posibilidad de servirlos en esa etapa en la que sienten más desvalidos. Ellos sufren al darnos que hacer. Hay que hacerles ex­perimentar que atenderles nos hace felices.

Luis Fabiani