El ministerio del presbítero es un don recibido de Dios que, por voluntad de Jesús, la Iglesia lo prolonga por la imposición de las manos sobre los llamados a él. Nadie puede constituirse a sí mismo sacerdote. Se es ordenado, enviado. La misión responde a un encargo: extender la Buena Noticia y hacer presente en medio de la comunidad la misericordia de Dios y el memorial de su Alianza eterna en la fracción del pan, la caridad pastoral, a la manera de Cristo. El presbítero, configurado por el Espíritu del Señor como cabeza y servidor de la comunidad, es un regalo de las entrañas divinas a su pueblo, que también influye en su ministerio, así como las circunstancias que lo rodean.
En mi caso personal, la soledad y la austeridad monástica, la existencia secular con sus aristas penetrantes, el frío estepario y la austeridad monástica, la existencia secular de una presencia orante, la vida de las monjas, la liturgia, los hombres y mujeres del campo y del ganado, los más ancianos, el éxodo de los más jóvenes han sido golpes de cincel o mordida de gubia que han marcado mi forma de ser pastor a lo largo de los más de treinta años que llevo de capellán en Buenafuente del Sistal y párroco de los pueblos de su entorno, donde la nieve, la altura, la naturaleza, la comunidad de fe, junto al rumor del manantial, han sido sorbo de agua fresca.
Acababa de ser ordenado sacerdote, cuando fui enviado al Sistal y a dos pequeños pueblos de la sierra del Alto Tajo, en la Provincia de Guadalajara. Mi origen es de tierras más cálidas, donde la flora cuenta con el romero y la agricultura mantiene el cultivo diverso de viñedos y olivares que configuraron mi historia desde niño. Nos disponíamos a celebrar la Semana Santa. Yo no concebía la procesión del Domingo de Ramos, sin que fuera con ramos de olivo, mas en estos pueblos, que en mi primer invierno se llegaron a registrar diecisiete grados bajo cero, no había rastro de olivares. Movido de celo pastoral bajé a mi pueblo y de mi campo tomé las ramas, que en esa época del año hay en el olivar recién podado, y me subí en mi pequeño coche, lleno hasta arriba, los ramos para la procesión.
Llegó el momento de la misa, yo estaba ansioso por ver el impacto que había producido mi generosa ocurrencia de traerles olivo. Al salir, en el atrio, donde cada domingo conversábamos un poco, esperé a que me manifestaran alguna impresión gratificante, pero no me dijeron nada, y fui yo quien preguntó ¿qué les había parecido la novedad? Se hizo silencio. Uno de los ancianos intervino con voz grave y con expresión sobria me dijo: “Señor cura, en cada pueblo se bendice a Dios con lo que tiene”. Me quedé mudo, y esta frase se me gravó para siempre como consigna, no sólo la de llevar boj para la procesión, en vez de olivo, sino la de incorporar el lenguaje y las formas de expresión religiosa en mi manera de presentar el evangelio ante ellos. Hoy a esto se llama inculturación. ¡Qué importante es el respeto a las formas en la expresión religiosa!
Después de algunos años, se acercaron hasta el monasterio del císter los que llegaron a ser los amigos de Buenafuente, personas rastreadoras de lugares espirituales donde celebrar la fe. Entre ellos vinieron algunos especialmente sensibles al lenguaje, a la música, al arte, a la arquitectura… Como por ósmosis he heredado de ellos esta sensibilidad, que me ha enriquecido y prestado una nueva y más amplia forma de ver, de oír, de sentir, de pensar y de actuar. Soy, lo he afirmado muchas veces, lo que mis amigos me han regalado y me siguen regalando con sus dones, el de sus mismas personas.
Llegaron quienes pusieron en mis manos su conciencia, sus heridas, su búsqueda, los que me preguntaron por Dios, por la vida de oración. He tocado el dolor, he escuchado la angustia, me han comunicado la experiencia espiritual. Preguntas y comunicaciones que me han configurado. Nunca sabré la forma de sacerdote que hubiera tomado de no haber sido nombrado capellán del monasterio y cura de unas parroquias rurales. Por naturaleza no lo habría escogido. Me han hecho los otros, a veces a pesar mío.
Cuando Jesús en Caná de Galilea adelantó los signos y la hora, lo hizo por causas externas a su voluntad y aunque su ministerio quedó esbozado en el discurso de la sinagoga de Cafarnaúm, fue ante situaciones concretas donde lo desplegó. La multiplicación de los panes y peces la motivó la presencia mendiga de la multitud. Jesús, que tenía pensado retirarse a un lugar solitario, cambió su proyecto, se le conmovieron las entrañas, se puso a enseñar con calma y dio de comer. Nunca sabremos si, de no haber estado la multitud como ovejas sin pastor, habría realizado el gesto de la multiplicación, de hecho así fue. En el pasaje de la cananea, Jesús se resistía a acoger su súplica porque había sido enviado a las ovejas de Israel. La fe de aquella mujer le hizo romper todas las fronteras. El ministerio de Jesús lo descubrimos connotado por las circunstancias en las que vivió. El ciego de Jericó le arracó el milagro de la luz, el centurión la curación de su hija, los amigos de Betania la resucitación de Lázaro.
Creo que el cura llega a ser lo que los otros le hacen. Reconozco que en mí ha sido así. Los pequeños pueblos, sus gentes, las monjas de clausura, los amigos, los que han puesto en mí sus preguntas y sus vidas me han configurado, aparte del don sacramental recibido.