El Descenso de Dios en lo Secular

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Hay dos grandes motivaciones dentro de nosotros: Una parte de nosotros se dirige hacia lo secular. Lo pagano tiene una realidad y poder tan abrumador que estamos casi indefensos ante su señuelo.  La  belleza pagana es tal que nos quita el aliento.  El no reconocer esto es estar en negación.  La belleza y el poder de la belleza pagana son, para cualquier persona sensible, abrumadores.

Sin embargo también estamos orientados hacia el otro mundo, lo trascendente. Este nos atrae de un modo muy distinto que el pagano.  Aquí no estamos abrumados, estamos obsesionados.  Sentimos esta unidad como una inquietud dolorosa, como una nostalgia que nunca nos hace sentir en casa.  No estar en contacto con este anhelo, y lo que significa, es también ser insensible. Por lo tanto estamos irresistiblemente impulsados tanto por apoderarnos de la tierra como por nuestra salvación y por dejarla por el mismo motivo.

Por un lado, estas motivaciones parecen incompatibles, enemigas la una de la otra.  El sumergirme en lo secular es pasar por alto las cosas más elevadas – así como el estar absorbido en las cosas del cielo parece exigir que tome a la ligera las cosas de la tierra.  No es fácil ser fiel a mí mismo, a la realidad de esta tierra, a las cosas que me rondan en el interior, sin que de alguna manera me quede corto ya sea con las cosas del cielo o las cosas de la tierra.  ¿Cómo puedo unir mis dos deseos más profundos, lo que este mundo puede ofrecer y lo que el cielo puede ofrecer, sin tener que perder uno por otro y por lo tanto engañarlos a ellos y a mí mismo?

La tentación perenne, por supuesto, es abandonar uno y optar por el otro.  Lo hacemos cuando nos convertimos en seres de otro mundo, "espirituales", sugiriendo, en cierta manera, que este mundo no es bueno, ni es un lugar real.  Las bellezas y placeres de esta tierra se ven como inconsistentes. Desde esta perspectiva, la belleza de la tierra, en el mejor de los casos,  es una distracción de la vida espiritual, y en peor un pecado.  Muchas son las espiritualidades, a menudo muy alabadas, que han abrazado alguna de estas versiones. Fuera de este punto de vista, sin embargo, la mayoría nos situamos en lo opuesto: El mundo y sus bellezas son las que se toman como exclusivamente reales, y a Dios y a los cielos como irreales. El otro mundo queda eclipsado por lo real, la belleza, los placeres y las exigencias de éstos.
En la encarnación de Cristo, en la Navidad, vemos, entre otras muchas cosas, cómo se hace la paz entre lo pagano y lo sagrado, entre el mundo y Dios.  En el nacimiento de Jesús vemos cómo la tierra y el cielo se juntan entre sí y y cuál es el lugar de cada uno.  Anthony de Mello solía contar una pequeña historia que puede ser útil en la comprensión de cómo la Navidad nos manifiesta lo dicho:

Érase una vez una pequeña isla a pocos kilómetros hacia el mar. En ella había un templo que tenía mil campanas muy finas, de todos los tamaños. Cada vez que el viento soplaba se produciría una sinfonía de sonidos que se oían en el continente y su belleza enviaban los oyentes a un rapto.

Sin embargo poco a poco, durante siglos, la isla se hundió en la arena y el templo y las campanas estaban ahora bajo el mar.  Una leyenda nació entre la gente, y se extendió a todas las partes del mundo, que las campanas seguían replicando, sin cesar, y que podrían ser escuchadas por cualquier persona que escuchara con suficiente atención.

A lo lejos, en un país lejano, un joven oyó esta leyenda y viajó miles de kilómetros para sentarse en la orilla del mar, frente al lugar donde había estado el templo, y trató de escuchar el sonido de las campanas. Durante días se sentó en la playa y escuchó, intentando siempre, por todos los medios posibles, bloquear todos los demás sonidos para poder oír las campanas.  Más todo fue en vano.  Él nunca las escuchó. Todo lo que oía era el sonido del mar.  Finalmente se dio por vencido. En el último día, antes de volver a casa, fue a la orilla del mar por última vez.  Esta vez, sin embargo, no fue a escuchar las campanas, sino a disfrutar de los sonidos del mar.  A lo largo de los días de estar sentado allí, había llegado a sentirse bastante unido al mar.  Quería escucharlo por última vez y decirle un cariñoso adiós.  En este último día, a diferencia de los días anteriores, no trató de bloquear los sonidos del mar con el fin de escuchar las campanas.  Simplemente se deleitó con los sonidos que estaban naturalmente allí.  Algo extraño sucedió.  Se olvidó de sí mismo, mientras bebía esos sonidos y, de repente, sin esfuerzo, empezó a oír el sonido de las campanas.

De Mello afirma sencillamente con este relato: Si deseas escuchar las campanas de la iglesia, debes escuchar los sonidos del mar.  Ese es también el mensaje de la Navidad.  En ella, la tierra y el cielo se unen y se empiezan a escuchar el uno en el otro.