El desdichado coste del resentimiento

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.No es sólo el amor lo que hace girar al mundo. También el resentimiento lo hace girar. De muchos modos, nuestro mundo está ahogándose  en resentimiento. Dondequiera que mires -según parece- alguien está amargado por algo y respira resentimiento. ¿Qué es el resentimiento? ¿Por qué es este sentimiento tan corriente en nuestras vidas? ¿Cómo nos movemos más allá de él?

Soren Kierkegaard definió una vez el resentimiento de esta manera: El resentimiento -sugirió- sucede cuando nos movemos de un feliz sentimiento de admiración a un desdichado sentimiento de celotipia. Y todo esto, por desgracia, sucede demasiado frecuentemente en nuestras vidas y estamos peligrosamente ciegos a su acontecimiento: “¿Yo resentido? ¡Cómo te atreves a hacer esta acusación!”.

Aun así, es difícil negar que el resentimiento y la infelicidad que le acompañan tiñen nuestro mundo. A cualquier nivel de vida, desde lo que gastamos de energía en los agravios y guerras entre las naciones hasta lo que gastamos de energía en las pendencias de nuestras salas de sesiones, aulas, cuartos de estar y alcobas, hay evidencia de resentimiento y amargura. Nuestro mundo está lleno de resentimiento. Todos -según parece- estamos amargados por algo; y, desde luego, no sin causa. Pocas son las personas que no alimentan secretamente el sentimiento de que han sido ignoradas, heridas, engañadas, tratadas deslealmente y han arrastrado demasiada mala suerte en la vida; y así, muchos de nosotros sentimos que tenemos toda la razón para insistir en nuestro derecho a estar resentidos y desdichados. No somos felices, pero con justa razón.

Sí, siempre hay buena razón para estar resentido; pero -y éste es el objeto de esta columna- según cierto número de perspicaces analistas, tanto viejos como jóvenes, raramente estamos en contacto con la verdadera razón de por qué somos tan espontáneamente amargados. Para personas tales como Tomás de Aquino, Soren Kierkegaard, Robert Moore, Gil Bailie, Robert Bly y Richard Rohr entre otros, la profunda raíz de nuestro resentimiento e infelicidad yace en nuestra incapacidad para admirar, nuestra incapacidad para alabar a otros y nuestra incapacidad para dar a otros y al mundo una simple mirada de admiración.

Somos una sociedad a la que, por lo general, no podemos admirar. La admiración es, para nosotros, una virtud perdida. Verdaderamente, en muchos círculos, hoy, tanto en el mundo como en las iglesias, la admiración es vista como algo juvenil e inmaduro, el loco y estúpido chillido de las niñas adolescentes que persiguen a una estrella de rock. La madurez y la sofisticación son identificadas hoy con la especie de inteligencia, ingenio y reticencia que no admiran fácilmente, que no cumplimentan fácilmente. El aprendizaje y la madurez -creemos- necesitan ser revisados a fondo, desconfiados de las virtudes de otros, recelosos de sus motivos, en máxima alerta por la hipocresía y articulando toda razón para no admirar. Tal es el modo de ver hoy.

Pero lo que no admitimos en esta visión de madurez y aprendizaje es cómo nos sentimos amenazados por aquellos cuyas gracias o virtudes exceden a las nuestras. Lo que no admitimos es nuestra propia celosía. Lo que no admitimos es nuestro propio resentimiento. Lo que no admitimos y nunca admitiremos es cómo nuestra necesidad de derribar de un tajo a alguien es signo infalible de nuestros propios celos y mala auto-imagen. Y lo que nos ayuda en nuestra negativa es esto: el cinismo y el juicio frío contribuyen a un perfecto camuflaje; no necesitamos admirar, porque somos suficientemente brillantes para  ver que, de hecho, no hay nada que admirar.

Ese, demasiado frecuentemente, es nuestro sofisticado y penoso estado. No podemos por más tiempo admirar verdaderamente a nadie. No podemos por más tiempo alabar a nadie. No podemos por más tiempo mirar el mundo con elogio o admiración. Más bien, nuestra mirada está perennemente agriada por el resentimiento, el cinismo, el juicio y los celos.

Podemos examinarnos a nosotros mismos en esto: Robert Moore desafía con frecuencia a su audiencia a hacerse esta pregunta: ¿Cuándo fue la última vez que te acercaste a una persona y le dijiste, especialmente a una más joven o cuyos talentos empequeñecen los tuyos, que tú la admiras, que tú admiras lo que hace, que sus dones enriquecen tu vida y que tú estás feliz de que su senda haya cruzado la tuya? ¿Cuándo fue la última vez que diste a alguien un saludo verdaderamente cordial? O, para volver a la pregunta: ¿Cuándo fue la última vez que alguien, especialmente alguno que sea amenazado por tus talentos, te dio una sincera felicitación?

No nos felicitamos unos a otros con facilidad ni con frecuencia, y esto traiciona secretos celos. Esto también revela una genuina falta moral en nuestras vidas. Tomás de Aquino afirmó una vez que privar de una felicitación a alguien que la merece es un pecado porque estamos quitándole algo del alimento que necesita para vivir. No admirar, no alabar, no felicitar no es un signo de sofisticación, sino un signo de inmadurez moral e inseguridad personal. Es también una de las más profundas razones por las que nos llenamos tan frecuentemente de amargos sentimientos de resentimiento e infelicidad.

¿Por qué nos sentimos tan frecuentemente amargados y resentidos? Nos  llenamos de resentimiento por muchas razones, aunque no la menor, porque hemos perdido las virtudes de la admiración y la alabanza.