No nos gusta mucho la palabra desilusión. Normalmente la consideramos negativa, algo peyorativa, y no algo que nos hace un favor. Y aun así, la desilusión es positiva, significa el desvanecimiento de una ilusión; y las ilusiones, a no ser que necesitemos una como tónico temporal, no son buenas para nosotros. Nos retraen de la verdad, de la realidad.
Hay muchas, muchas implicaciones negativas sobre el actual coronavirus que está infligiendo una mortal desolación a través del planeta. Pero hay una positiva: Contra toda forma de resistencia que podemos mostrar, se está desvaneciendo la ilusión de que tenemos nuestras vidas bajo control y que, por nuestros propios esfuerzos, podemos hacernos invulnerables. Esa lección nos ha venido sin ser invitada. Este imprevisto e inoportuno virus está enseñándonos que, a pesar de nuestra sofisticación, inteligencia, riqueza, salud o estatus, todos somos vulnerables, todos estamos a merced de mil contingencias de las que tenemos poco control. Ningún grado de repulsa cambiará eso.
Por supuesto, a nivel de nuestra conciencia, siempre estamos conscientes de nuestra vulnerabilidad. Pero a veces, después de haber caminado sobre un peligroso borde durante un largo tiempo, nos olvidamos del peligro y ya no somos conscientes de la estrechez del madero sobre el que estamos caminando. Entonces también nuestra sensación de vulnerabilidad a cien millones de peligros es, como nuestra sensación de mortalidad, normalmente bastante abstracta y no muy real. Todos sabemos que, como los demás, un día moriremos; pero esto normalmente no pesa mucho en nuestra conciencia. Al contrario, vivimos con la sensación de que aún no vamos a morir. Nuestras propias muertes no son de hecho reales para nosotros. No son todavía una amenaza inminente sino sólo una realidad distante, abstracta.
Generalmente, tal es también la vaguedad de nuestra sensación de vulnerabilidad. Sí, sabemos abstractamente que somos vulnerables, pero generalmente nos sentimos bastante seguros. Con todo, mientras este virus se propaga, ocupa nuestros noticiarios y para el curso de nuestras vidas normales, nuestra sensación de vulnerabilidad ya no es una amenaza vaga, abstracta. Ahora somos mucho más conscientes de que todos vivimos a merced de un millón de contingencias, sobre muchas de las cuales tenemos escaso control.
Sin embargo, para nuestra defensa, nuestra innata sensación de que tenemos el control y podemos salvaguardar nuestra propia salud pública y seguridad, no debería ser juzgada demasiado precipitada ni duramente. No podemos remediarlo. Es el modo como estamos hechos. Estamos aparejados instintivamente para odiar nuestra debilidad, nuestra vulnerabilidad, nuestras limitaciones y nuestra conciencia de propia pobreza, y estamos aparejados para querer sentirnos seguros, bajo control, independientes, invulnerables y autosuficientes. Esa es una merced de gracia y naturaleza porque ayuda a salvarnos del desaliento y nos ayuda a vivir con un (necesario) sano orgullo. Pero es también una ilusión; quizás una que necesitamos en largos periodos de nuestras vidas, pero también una que en momentos de claridad y lucidez debemos dispersar como para conocer ante Dios y para nosotros mismos que estamos interdependientes, no autosuficientes ni al fin bajo control. Todo lo demás acerca de este virus está trayéndonos un momento de claridad y lucidez, incluso si esto está lejos de ser bienvenido.
Nos dieron la misma lección, efectivamente, con el derribo de las Torres Gemelas, en New York, el 11 de septiembre de 2001. Al ser testigos de este singular incidente trágico, pasamos de sentirnos seguros e invulnerables a saber que no somos capaces, a pesar de todo lo que hemos llevado a cabo, de garantizar nuestra propia seguridad y la seguridad de nuestros seres queridos. Mucha gente reaprendió ese día lo que significaba orar. Muchos de nosotros estamos reaprendiendo lo que significa orar mientras permanecemos confinados en casa durante este coronavirus.
Richard Rohr sugiere que el paso de la niñez a la adultez requiere una iniciación en algunas necesarias lecciones de vida. Una de estas puede ser resumida de esta manera: ¡No tienes el control! Si eso es verdad, y lo es, entonces este coronavirus está ayudando a todos a iniciarnos en una adultez más madura. Estamos haciéndonos más conscientes de una importante verdad. Sin embargo, no podemos ver ningún intento divino en esto. Toda voz fundamentalista que sugiera que Dios nos envió a todos nosotros una lección con este virus, está peligrosamente equivocado y es un insulto a la verdadera fe. Sin embargo, necesitamos oír la voz de Dios en él. Dios está hablando todo el tiempo, pero generalmente no escuchamos; esta suerte de cosas nos ayudan a servir de micrófonos a un mundo sordo.
Las ilusiones no son fáciles de disipar, y por buenas razones. Nos unimos a ellas por instinto, y generalmente las necesitamos para caminar por la vida. Por esta razón, Sócrates, en su sabiduría, una vez escribió que “no hay nada que requiera un tratamiento tan delicado como la remoción de una ilusión”. Cualquier otra cosa que no sea delicadeza sólo nos hace más resistentes.
Este coronavirus es cualquier cosa menos delicado. Pero, dentro de toda su rudeza, quizás podríamos sentir un delicado golpe de codo que nos ayudara a disipar la ilusión de que estamos bajo control.