Con motivo de la celebración de las familias en la plaza madrileña de Colón el día 30 de diciembre de 2007 se ha avivado la discusión pública acerca del sentido de la familia. Se ha dicho de todo. Como era previsible no han faltado los profesionales de la oposición a los obispos. Como ya nos tienen acostumbrados basta que los obispos digan A para que ellos escriban y digan B. Da igual el motivo. La cuestión es oponerse, llevar la contraria. Y para eso hay siempre algunos importantes púlpitos mediáticos preparados y deseosos de apoyarse en la autoridad de algunos auto-denominados teólogos.
Ni una palabra positiva sobre la libertad de manifestación; ni un elogio de que los grupos sociales manifiesten pacíficamente sus ideas; esto es bueno para todos, menos para los católicos que no les piden permiso a ellos. Ni un reconocimiento de la organización, del civismo. Ni una palabra positiva sobre el esfuerzo de muchas familias con niños pequeños.
Podían haber criticado la improvisación de la convocatoria, la falta de unidad entre los convocantes; los excesivos protagonismos episcopales y la falta de protagonismo de los líderes laicos; la falta de un discurso común sobre el sentido de la celebración; la excesiva duración de la celebración-manifestación.
Pero eso es afinar demasiado. Es mejor disparar al bulto con la retórica aburrida de quien confunden oposición con profetismo. Se hartarán de criticar la pasividad pastoral de los laicos. Se quejarán de que la iglesia está paralizada y adormecida. Insistirán en la abundancia de ortodoxia y la falta de praxis. Pero basta que un millón de personas salen a la plaza pública y hagan visible a las comunidades cristianas, para que resuciten los viejos demonios: horror, imposición, nacionalcatolicismo, amenaza de inquisición…
Llevamos treinta años de democracia. Parece que no hemos aprendido nada. El diálogo y la escucha mutua parecen imposibles. Lo único que cuenta es la lucha por el poder para dominar.
¡Qué triste! ¡Qué deprimente!