Lo que descansa más profundo dentro de la fe auténtica es la verdad de que Dios es el objeto de todo deseo humano, sin importar qué terreno y pecaminoso pudiera a veces parecer ese deseo. Esto implica que todo lo que deseamos se contiene en Dios. Vemos esto expresado en los salmos, que nos dicen que Dios es el objeto de nuestros deseos, y en Jesús, que nos dice que es en Dios donde nuestras hambres y sedes más profundas serán saciadas. Y así oramos, acaso sin ser siempre en realidad conscientes de lo que decimos: Mi alma te ansía de noche. Tú solo, Señor, puedes llenar mi corazón. Tú, Señor, eres mi todo. Pero, de hecho, es Dios por quien suspiramos de noche y por lo que sufrimos en nuestros deseos.
¿Creemos, en realidad, que Dios es el real objeto de nuestros deseos? Cuando miramos a todo lo que es bello, lleno de vida, atractivo, sexualmente seductor y placentero en la tierra, ¿pensamos, de hecho, y creemos que esto se contiene de una manera infinitamente más rica en Dios y en la vida a la que Dios nos invita a adentrarnos? ¿Pensamos, en realidad, que las alegrías del cielo superarán a las alegrías de la tierra y que, ya en este mundo, los placeres de la virtud aventajan a las sensaciones del pecado? ¿Pensamos, de hecho, que la fe nos dará lo que deseamos?
Parecería que no. Nosotros y la mayoría de todos los demás luchamos por volver nuestra atención hacia Dios. Encontramos la práctica religiosa y la oración más como una ruptura de la vida que una entrada en ella, más un deber que una oferta, más un ascetismo que un gozo, y más como algo que nos tiene pasando por alto en la vida que entrando en sus profundidades. En la mayoría de nosotros, si somos honrados, hay una secreta envidia de aquellos que sondean atolondradamente energía sagrada para su propio placer, esto es, hacemos obstinadamente nuestro deber al comprometernos a algo más alto, pero, como el hermano mayor del Hijo Pródigo, generalmente servimos a Dios por obligación y estamos amargados por el hecho de que otros muchos no lo hagan. A este lado de la eternidad, con frecuencia la virtud envidia al pecado; y, a decir verdad, esto es particularmente verdadero con relación a la sexualidad.
Pero, en parte, esto es natural y un signo de salud, dado que la cruda realidad de nuestra corporalidad y las presiones del momento presente se imponen naturalmente sobre nosotros de un modo que pueden hacer que las cosas de Dios y del espíritu parezcan abstractas e irreales. Eso es simplemente la condición humana, y Dios, sin duda, lo entiende. Tendrías que ser un verdadero místico para estar por encima de esto.
Sin embargo, puede ser útil insistir más explícitamente en algo que profesamos en la fe, a saber, que todo lo que encontramos atractivo, bello, irresistible, erótico y placentero aquí en la tierra se encuentra, incluso más completamente, dentro de su fuente, Dios. Dios tiene mejor aspecto que cualquier estrella de cine. Dios es más inteligente que el científico o filósofo más brillante. Dios es más ingenioso y divertido que el mejor de nuestros cómicos. Dios es más creativo que cualquier artista, escritor o innovador de la historia. Dios es más sofisticado que la persona más docta de la tierra. Dios es más exuberante que cualquier persona joven. Dios es más popular que cualquier estrella de rock. Y -no lo menos- Dios es más erótico y sexualmente atractivo que cualquier mujer, hombre o imagen sexual de la tierra. Normalmente no pensamos eso ni creemos esto acerca de Dios, pero esas declaraciones son dogma tanto como son las más estrictas doctrinas de la iglesia inscritas en los anales de la historia. Todo lo que es seductor en la tierra está dentro de Dios, incluso en forma más rica, porque Dios es su autor.
Con todo, eso no quita -ni debe quitar- que el poder de las cosas terrenas seduzca. Incontables cosas pueden abrumarnos con su maravillosa realidad: una persona bella, una puesta de sol, una pieza de música, una obra de arte, la exuberancia juvenil, la inocencia de un bebé, el ingenio de alguien, los sentimientos de intimidad, los sentimientos de nostalgia, un vaso de vino en la tarde apropiada, una agitación en nuestra sexualidad o, lo más profundamente de todo, un iniciado sentido de la unicidad y el alto precio de nuestras propias vidas. Necesitamos honrar estas cosas y dar gracias a Dios del don, incluso mientras nos hacemos conscientes de que todo esto se encuentra más ricamente en Dios y que no perdemos nada cuando la virtud, la religión y el compromiso nos piden sacrificar estas cosas por algo más alto. Jesús mismo promete que cualquier cosa a la que renunciamos por lo que es superior se nos devolverá al ciento por uno.
Sabiendo esto, deberíamos vivir nuestras vidas gozando plenamente de lo que es terreno y terrenal. Las bellezas y placeres de esta vida son un don de Dios, dispuestos para ser gozados. Pero, al ser conscientes de su fuente, entonces podemos también ser suficientemente libres de aceptar los verdaderos límites que la vida pone a nuestros deseos. Y, mejor incluso, necesitamos no temer la muerte, ya que lo que perdemos será sobrepasado al ciento por uno con lo que ganamos.