Un hombre caminaba por un camino, contemplando la belleza a su alrededor, cuando sintió que tenía una herida. Miró a un lado y vio que un espino le había hecho un corte en la pierna.
Pero el paisaje era tan hermoso que decidió no darle mucha importancia y, volviéndose hacia la planta, murmuró: – Te perdono.
Horas más tarde, otro hombre caminaba por el mismo camino, también contemplando la belleza de Dios en la puesta de sol frente a sus ojos, cuando el mismo espino lo hirió.
Él se limitó a mirar al espino, se limpió la sangre que le salía y siguió adelante.
Un ángel, que lo había visto todo, se dirigió al Señor y le dijo:
– Hoy he visto a un santo que perdonó a un espino. Y he visto también a un hombre sin corazón que también ha sido herido y no ha dicho nada.
– Pues estás completamente engañado -respondió el Señor-. Claro que el primero es un hombre de bien, pero el segundo, además de santo, es también muy sabio.
– ¿Cómo es posible? -insistió el ángel, sorprendido con la respuesta del Todopoderoso-. Él no tuvo la grandeza de decir nada, ¡simplemente siguió su camino!
Dios interrumpió al ángel:
– El hijo injustamente reprendido por el padre, aunque entienda que el gesto es fruto de un amor tal vez excesivo, no tiene necesidad de perdonar a nadie, sino tan solo de aceptar lo ocurrido. De esta manera, la herida no hiere y el perdón no humilla.
“El espino nació para usar sus espinas. Aunque quisiese, nunca podría perfumar el ambiente a su alrededor. El primer hombre, al sentir el dolor del pinchazo, echó la culpa al espino, y como es puro de corazón, lo perdonó. El segundo hombre también se hirió; pero como sabe que todos los espinos son así, no se sintió ofendido. Y como no tenía nada que perdonar, no perdonó.”
Y concluyó:
– Cuando el alma sangra por algo que sabemos que hiere, de nada sirve ni culpar ni perdonar.
Ana Margarida, citado por P Coelho