1. Introducción: Una terminología problemática e imprecisa
2. Objeto y orden de esta exposición
3. Un testimonio inmediato: Pablo y sus comunidades
4. El Espíritu acredita a Pablo y su ministerio
5. El Espíritu, habitante interior de cada creyente, le capacita para la correcta vida moral
6. El Espíritu es la fuerza vital de la Iglesia
7. ¿Conoce Pablo el gran pentecostés que dio origen a la Iglesia?
8. Los Hechos: El Espíritu, fuerza de Dios para la Iglesia
9. El Espíritu habilita para los servicios eclesiales
10. El Espíritu destruye las barreras
11. La comunidad reunida: lugar preferido por el Espíritu
12. Funciones del Espíritu según los escritos joánicos
12.1. El Espíritu como impulsor de la misión
12.2. El Espíritu como abogado ante los tribunales
12.3. El Espíritu como maestro de la Verdad 12.4. El Espíritu como fuente de consuelo y confianza
1. Introducción: Una terminología problemática e imprecisa
El lenguaje del dogma cristiano define al Espíritu como una de las personas del Dios Trino y realiza permanentes equilibrios para evitar por igual el triteísmo y el modalismo: el Espíritu es otra persona divina, pero no otro Dios ni simplemente un «aspecto» del único Dios.
El descubrimiento del Espíritu como persona es lento. En el AT hay 389 menciones del espíritu (ruah, pnéuma), y cinco expresamente del «espíritu santo» de Dios (Sal 5 1, 1; Is 63, 10.11; Sab 1,5; 9,17), pero ninguna de ellas alcanza el nivel de la confesión trinitaría cristiana, sino que se refiere al aliento de Yahvé, su poder, su presencia, etc., apuntando así en la dirección que llevará a la pneumatología cristiana plena.
Tampoco el Nuevo Testamento es uniforme en el uso de la palabra «espíritu» (gr.pnéuma). Del Bautista se afirma que irá con el espíritu y poder de Elías; y Pablo habla del Espíritu de Dios que da testimonio a nuestro espíritu (Rm 8,16) de que somos hijos de Dios. Cuando se nos dice que Jesús conoce «en su espíritu» (tóipneúmati autou) lo que están pensando los escribas (Me 2,8), seguramente que sólo se hace referencia a la interioridad de Jesús, no a otra persona. Tampoco es probable que la expresión ’Espíritu Santo’ tenga el mismo sentido en las referencias a la concepción de Jesús (Mt l;l8; Le 1,35) que en el «pequeño pentecostés» de Jn 20,22; al menos la dogmática ortodoxa no admite que el Espíritu sea padre de Jesús.
2. Objeto y orden de esta exposición
En las páginas que siguen acotamos deliberadamente nuestro campo de trabajo. Ante todo renunciamos, como hace el mismo Nuevo Testamento, a toda especulación sobre el ser o naturaleza del Espíritu Santo, interesándonos sólo por su actuar en la vida de la comunidad creyente. Renunciamos, igualmente, a una reflexión directa (al estilo de la realizada por el tercer evangelista) sobre lo que haya sido la actuación del Espíritu en el Jesús de la historia.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que en buena medida los evangelios son una cierta historia de la Iglesia en la que se redactaron, de modo que algunas afirmaciones sobre Jesús son también, al menos indirectamente, afirmaciones sobre la Iglesia misma; por lo que no siempre resulta fácil la selección de textos.
Aun con el riesgo de dejar fuera algún elemento secundario, dirigiremos la mirada a tres bloques del Nuevo Testamento, en los que los autores se preocupan, expresa y directamente, de enseñar cuál es la acción del Espíritu en los creyentes: las cartas de Pablo, la obra lucana -especialmente Hechos- y los escritos joánicos. Y los veremos justamente en este orden, que es con gran probabilidad el orden cronológico de la reflexión y última redacción.
3. Un testimonio inmediato: Pablo y sus comunidades
De todos es sabido que los escritos paulinos son los más antiguos del Nuevo Testamento y también los más cercanos -a veces casi inmediatos- a lo que narran o interpretan. Por eso las afirmaciones de Pablo sobre la actuación del Espíritu Santo en él y en sus comunidades tienen un frescor inconfundible y están libres de toda abstracción especulativa.
Una primera pregunta que suscita la lectura de las cartas paulinas es si su autor conoce una confesión trinitaria explícita, en la que, en consecuencia, quede afirmada la existencia personal del Espíritu en el sentido del dogma eclesial. Salta a la vista que en el encabezamiento de sus cartas Pablo utiliza un saludo binario, no ternario: «gracia a vosotros y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo»; aquí el Espíritu no figura.
Hay, sin embargo, un texto paulino trinitario indiscutible: «la gracia de nuestro Señor Jesucristo y el amor de Dios Y la comunión del Espíritu Santo con todos vosotros» (2Cor 13, 13). Pero la autenticidad paulina de este texto no es inatacable, ya que nuestra 2Cor es una composición tardía o amalgama a partir de varias cartas auténticas de Pablo, y el «redactor» (quizá hacia el año 100) puede haber introducido alguna fórmula ya usual en su Iglesia, pero no en tiempo de Pablo. Sin embargo, tampoco se puede negar absolutamente una concepción trinitaria en la teología paulina. En lCor 12,4, para explicar la variedad de carismas en la iglesia, Pablo presenta escalonadamente la procedencia trinitaria de los mismos: «diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; diversidad de servicios, pero un solo Señor; diversidad de poderes, pero un mismo Dios». Y, si bien es cierto que en la época de Pablo el bautismo no se realiza aún con la fórmula trinitaria (I Cor 6,11: «habéis sido lavados, santificados y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo»; también ICor 1,13, y más lejanamente Hch 19,5), no parece que se ignore la acción del Espíritu en el sacramento (ICor 6,11: «y en el Espíritu de nuestro Dios»). Es evidente que la formula trinitaria eclesial tiene una génesis lenta, y que en la época de Pablo no está tan explicitada la mención del Espíritu como la del Padre y del Hijo, pero está ya en marcha el proceso que pronto desembocará en la tríada inconfundible.
4. El Espíritu acredita a Pablo y su ministerio
Pablo se presenta a sí mismo capacitado para el ministerio por el Espíritu Santo (2Cor 6,6), ese Espíritu que le llena de virtudes y le hace salir airoso incluso en las mayores adversidades. Su predicación va habitualmente acompañada de los signos poderosos del Espíritu: «mi palabra y mi anuncio no se redujeron a palabras de sabiduría persuasiva, sino que la acompañó la manifestación del poder del Espíritu» (ICor 2,4). Y, aunque a nosotros se nos escape ya en qué consistieron esas obras poderosas, no parece que se trate de palabras bonitas, pues Pablo asegura a los corintios que ellos no fueron menos agraciados que otras iglesias, sino que entre ellos se realizaron «señales, prodigios y milagros» (2Cor 12,12).
De esos signos hablará igualmente a los gálatas a propósito del poder de la ley y del poder de la fe: «¿recibisteis el Espíritu por la práctica de la ley o por la recepción creyente de la palabra?… El que os da el Espíritu y hace milagros entre vosotros, ¿lo hace porque cumplís la ley o por la recepción creyente de la palabra?» (Gal 3,33). En esta última frase probablemente la conjunción copulativa sea epexegética, es decir «dar el Espíritu’ y «hacer milagros» fácilmente son expresiones sinónimas.
A los tesalonicenses les recuerda que en la primera evangelización recibieron más que palabras: «nuestro mensaje evangélico no os fue transmitido solamente con palabras, sino también con obras portentosas bajo la acción del Espíritu Santo» (lTes 1,5).
5. El Espíritu, habitante interior de cada creyente, le capacita para la correcta vida moral.
En su exhortación moral a los tesalonicenses, Pablo les dice que despreciar su palabra parenética referente a la castidad y la justicia equivale a despreciar «a Dios que ha puesto su Espíritu Santo en vosotros» (lTes 4,8). Y gracias a ese don, el creyente no necesita ya ser instruido por nadie, pues Dios mismo se ha convertido en maestro directo de cada uno; los cristianos son aquí designados como theodidaktoi(4,9) o enseñados por Dios. Un hombre entendido en el AT como Pablo parece ver aquí el cumplimiento de dos ricas profecías para la era mesiánica. Jr 31, 31-34 prometía una nueva alianza en la que la ley quedaría introducida por Dios en el interior de cada fiel, de modo que «no tendrán que instruirse mutuamente diciéndose unos a otros: ’conoce a Yahvé’, pues todos me conocerán». Esta inmediatez de la acción de Dios queda convertida en Ez 36,26s en el don del Espíritu: «os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo … Infundiré mi Espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos, observando y guardando mis leyes». Pablo da por hecho que los tesalonicenses han recibido ese Espíritu divino y ya no necesitan una reconvención exterior.
Exhortando a los corintios a la castidad Pablo les recuerda igualmente que no respetar el propio cuerpo equivale a profanar u, templo en el que habita el Espíritu Santo( (cf. lCor 6,19), que ahora es el verdadero dueño de nuestra intimidad.
A los romanos les habla Pablo de la incapacidad del hombre para cumplir la ley, ya que el «ser carnal» lleva a rebelarse contra lo que aparezca como precepto de Dios (Rm 8,7). Pero el cristiano ha sido transformado, el Espíritu Santo habita en él, y así, viviendo según el poder de ese Espíritu ’ es realizada en el cristiano en plenitud la justicia a la que aspiraba la ley judía. Pablo tiene aquí el cuidado de utilizar el verbo en pasiva: el cristiano no realiza, sino que otro lo realiza en él (Rni 8,4); y no se limita a la realización material de la vieja aspiración judía, sino que avanza hasta su superación o plenificación (ib. verbo gr. plemún).
La generalización de ese poder transformante la ofrece Pablo en su larga enumeración de frutos (para él, «firuto», en singular) M Espíritu en Gal 5,22-23: c, amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, autodominio».
Los antiguos pecadores de la corrompida sociedad corintia han sido Iavados, consagrados Y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (lCor 6,1 l). Sin duda la mención de] nombre de Jesucristo recuerda su invocación en el bautismo («habéis sido lavados…»), en relación con el cual se menciona también el Espíritu. De manera más explícita, afirma la misma carta en 12,13 que «todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, fuimos bautizados en un solo Espíritu». No es fácil captar el sentido de la preposición «en» en todos estos textos. Teniendo en cuenta su posible correspondencia con la partícula hebrea y aramea be podría entenderse como instrumental y más bien que locativo.
Cuando Pablo se atiene a la terminología judía, habla de la nueva vida de auténticos hijos de Abrahán, libres en vez de esclavos, herederos según la promesa (Gal 3,28-29). Pero cuando echa mano de¡ nuevo lenguaje, específicamente cristiano, interpreta ya la nueva vida como don del Espíritu, que a su vez es el don de Dios. «porque sois hijos envió Dios el Espíritu de su Hijo a vuestros corazones» (Gal 4,6). Quien recibe el Espíritu del Hijo queda hecho hijo, supera la condición de esclavo (Gal 4,7), y tiene el privilegio de invocar a Dios llamándole como Jesús mismo le llamaba: Ahbá (Gal 4,6; Rni 8,15; cf.Me 14,36).
La Posesión del Espíritu del Resucitado es garantía de la futura resurrección: «si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita en Vosotros» (Rm 8, 1 l).
Pero esa vida de resurrección futura que el Espíritu garantiza no es para Pablo algo simplemente por venir Pablo llama al Espíritu arrabón o aparkhé, es decir, prenda o primacía de los bienes futuros, algo ya gustado actual y anticipadamente. El creyente aspira a su pronta redención total porque está saboreando ya sus inicios, es decir, la presencia actuante del Espíritu de Dios (cf.2Cor 5,5); vive esta espera incluso con gemidos interiores (Rm 8,23), ya que experimenta en sí mismo la contradicción de pertenecer al mundo viejo y al nuevo. En él se realiza ya el reino de Dios, que es «justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14,17).
La actual experiencia salvífica no es expresable en términos y conceptos de este mundo, por lo cual «el Espíritu ora en nosotros con gemidos inenarrable? (Rm 8,26). Todo ello es vivir en una situación extraña: posesión de los bienes salvíficos y simultáneamente sufrimiento propio del tiempo presente (Rm 8,18); pero los bienes definitivos pesan más; el que vive en el Espíritu experimenta más de «ya sí» que de «todavía no».
6. El Espíritu es la fuerza vital de la Iglesia
Lo que define inconfundiblemente a la Iglesia es la confesión de Jesús como Señor, pero esto sólo puede hacerse mediante la asistencia del Espíritu. «Nadie sin el Espíritu Santo puede decir: Jesús es Señor»» (lCor 12,3).
En su caminar histórico, la Iglesia necesita de mediaciones, ministerios y servicios; y es el Espíritu el que los proporciona. Para Pablo lo que más edifica a la Iglesia es el don de profecía, útil igualmente para la misión entre paganos (cf. 1 Cor 14,24-25); reprimir la profecía equivale a «apagar al Espíritu» (lTes. 5,19-20).
El amplio tratado sobre los carismas en lCor 12-14 es al mismo tiempo un tratado sobre la acción soberana del Espíritu en la Iglesia, ese único y mismo Espíritu que distribuciones como él quiere (lCor 12,1 l).
7. ¿Conoce Pablo el gran pentecostés que dio origen a la Iglesia?
En el origen de cada una de sus comunidades, Pablo afirma que los signos del Espíritu han sido patentes (supra). En el caso de Galacia da a entender que el nacimiento de la comunidad fue una recepción del Espíritu Santo mediante el acto de fe: «¿recibisteis el Espíritu Santo por las obras de la ley o por la obediencia de la fe?» (Gal 3,2). Sin embargo, en sus alusiones a Jerusalén en cuanto iglesia madre (cf. Rm 15, 26-27 6 lCor 15, 3-7; Gal 1, 17; 2, 6-9), nunca hace referencia explícita al gran pentecostés narrado en Hech 2.
Podría tratarse, sin embargo, de un problema de terminología. En efecto, Pablo conoce una aparición del Resucitado multitudinaria «a más de quinientos hermanos juntos» (lCor 15,6) que bien podría identificarse con la colectiva efusión del Espíritu descrita por Lucas. Se ha hecho notar, con razón, que el único lugar de Jerusalén en que podría reunirse tal multitud es la explanada del templo y que sería extraño que una tan numerosa aparición no hubiese dejado huella en la tradición evangélica o de Hechos. «La única solución que queda es identificar esa aparición con pentecostés»’. Por lo demás, la estrecha relación entre aparición del resucitado y colación del Espíritu es conocida en otro filón del Nuevo Testamento (cf. Jn 20, 22).
8. Los Hechos: El Espíritu, fuerza de Dios para la Iglesia
La convicción profunda del tercer evangelista es que lo iniciado por Jesús sólo puede ir adelante mediante la fuerza de su Espíritu; en su opinión no basta con que los antiguos seguidores sean agraciados con apariciones del Resucitado, recibiendo así la certificación inequívoca de su mesianidad: «Voy a enviaros lo que os ha prometido mi Padre; quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto»(Lc 24,49).
Y esa promesa del Padre es especificada al inicio del segundo volumen lucano como un «bautismo en el Espíritu»: «durante cuarenta día se dejó ver por ellos, les habló acerca del Reino de Dios, y mientras comía con ellos les mandó que no se alejasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre, de que me habéis oído hablar; pues Juan bautizó con agua, pero vosotros dentro de pocos días seréis bautizados con Espíritu Santo» (Hch 1,43).
El libro de los Hechos da a entender que la Iglesia sin el Espíritu es un grupo tímido e inactivo, pero que tras el acontecimiento de pentecostés se convierte en un ejército de testigos intrépidos. La osadía que da el Espíritu hace que Pedro (Hch. 2,14) y otros hombres sin letras arenguen a Israel, mencionen la culpa de sus autoridades en el proceso de Jesús (2,23) y propongan el nuevo camino de salvación (2,38). Con el Espíritu todo está en marcha.
9. El Espíritu, don del nuevo pueblo de Dios
Una tesis del autor de Hechos es que, según las esperanzas judías, al pueblo escatológico se le ha dado el Espíritu de forma generalizada, con lo que se cumple la vieja profecía de Joel 2, 28-32: «derramaré mi Espíritu sobre toda carne y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas … ».
El nuevo pueblo nace precisamente con pentecostés. De ahí el interés en que en ese momento el grupo de Los Doce esté completo (Hch 1, 24-26). Posteriormente se hablará de la desaparición de Santiago el hijo de Zebedeo (12,2) y no se preocuparán de elegirle sucesor. Pero la Iglesia no queda edificada de una vez para siempre, por lo cual a este primer pentecostés seguirán otros (cf. Heli 4, 3 l), y el progreso de la comunidad es descrito por el autor como que «se iba llenando del consuelo del Espíritu Santo» (9,3 l).
A lo largo del libro se observa cómo el Espíritu se da a todo el que cree en Jesús como mesías-salvador; éste será el caso de Pablo (9, 17), de Cornelio y su familia (Hch 10, 44), de los cristiano-bautistas de Efeso (19, 2.6), etc.
9. El Espíritu habilita para los servicios eclesiales
No solamente Pedro procede por primera vez a predicar tras la recepción del Espíritu; de Esteban se nos dice igualmente que da testimonio y nadie puede resistir al «Espíritu de sabiduría» con que habla (Hch 6,10). Otro tanto le sucede a Felipe (8,29), y a Saulo recién convertido (9,17). Y para que Saulo y Bernabé puedan realizar su «primer viaje misionero» (Hch 13-14), la comunidad los encomienda a la gracia del Espíritu Santo (13,4).
Llenos del Espíritu de sabiduría están también los Siete (6,3), gracias a lo cual se les puede encomendar la administración de los bienes materiales.
Un servicio eclesial de primera categoría es el de la comunión. Hechos hace notar que sólo tras pentecostés se llega a poner los bienes en común (Heli 2,44) y a tener «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). Pero es especialmente llamativa la función conciliadora de Bernabé, el que introduce a Saulo en la comunidad jerosolimitana (9,27) y el que establece un vínculo estable entre los creyentes de Jerusalén y los de Antioquía (11,22); «era hombre de bien y lleno del Espíritu Santo» (11,24).
También el libro de los Hechos conoce el gran servicio eclesial que es la profecía, don del Espíritu por excelencia. Agabo, por medio del Espíritu, indica a los antioquenos la conveniencia de preparar una colecta para cuando haya hambre en Judea ffich 11,28); posteriormente se presentará en Cesarea y hablará a Pablo y a la comunidad local en nombre y con el poder del Espíritu (Hch 2 1, 11): «esto dice el Espíritu Santo».
10. El Espíritu destruye las barreras
Ya en la introducción al libro promete el Resucitado a los apóstoles que «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén y en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). Es, en cierto modo, el esquema del libro y el programa de misión, que constará de tres momentos: al judaísmo ortodoxo (Jerusalén y Judea), al judaísmo heterodoxo (Samaría), y al paganismo (los confines de la tierra).
De hecho se menciona al Espíritu, conferido por imposición de manos de Pedro y Juan (8,14-17), como aquel que confirma la agregación de los samaritanos a la Iglesia. El mismo Espíritu vuelve a forzar la marcha misionera mandando a Felipe que evangelice al temeroso de Dios procedente de la lejana Etiopía (8,29) y el que, descendiendo sobre una familia de «temerosos de Dios», Cornelio y los suyos (10,44-47), obliga a Pedro a que les administre el bautismo. Los «temerosos de Dios» son monoteístas, simpatizantes por tanto del judaísmo, pero no circuncisos; pueden considerarse una especie intermedia semijudía y semipagana. El paso decisivo se dará en el «concilio» de Jerusalén, cuando se determine que todo pagano que crea en el Señor Jesús sea admitido en la Iglesia sin someterlo a la circuncisión; y esta audaz determinación es atribuida por igual al Espíritu Santo y a la autoridad eclesial (Hch 15,28). Queda definitivamente abierto el camino hacia los confines de la tierra…
11. La comunidad reunida: lugar preferido por el Espíritu
Sin negar la especial comunicación del Espíritu a particulares, el autor de Hechos parece tener la convicción de que el Espíritu habla sobre todo en la comunidad reunida. Al inicio del llamado «primer viaje misionero» se nos dice expresamente que «mientras ellos estaban celebrando el culto al Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo» (Hch 13,2). La expresión central del «decreto conciliar» de Jerusalén reviste la significativa e insólita fórmula «ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros» (15,28). Y Pablo, en su último y arriesgado viaje a Jerusalén, afirma que «el Espíritu Santo, en cada ciudad, me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones» (20,23); el hecho de que esto suceda en las ciudades, no en los caminos o navegaciones, parece relacionar dicha revelación con la reunión eclesial.
Ha resultado siempre enigmática la acción del Espíritu sobre Pablo impidiéndole predicar la palabra en Asia y en Bitinia (Hch 16, 6-7); prohibición más enigmática aún si se tiene en cuenta que, posteriormente, Pablo fijará su centro de operaciones en Efeso, capital de Asia (19,10). No parece descaminado el intento de explicación que ve en la prohibición (y posterior supresión de la misma) acuerdos eclesiales, quizá conciliares (Gal 2,9).
12. Funciones del Espíritu según los escritos joánicos
Con uno de sus más célebres equívocos, el cuarto evangelista contempla a Jesús en la cruz vivificando a los creyentes con el Espíritu Santo: «inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 9,30). En esa comunidad se entiende que el Espíritu es el continuador de la obra de Jesús, el que los vivifica interiormente en ausencia de él, que ya no está tangible entre los suyos por haber sido glorificado. «El que crea en mí, como dice la Escritura, de sus entrañas brotarán ríos de agua viva; lo decía en referencia al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en Él, pues todavía no había Espíritu, ya que Jesús no había sido aún glorificado» (Jn 7,38-39).
En este texto se advierte con claridad la reflexión y la experiencia eclesial. Los miembros de la comunidad son los agraciados, los «ungidos» por el Espíritu, según el lenguaje de Un 2,20.27, que recuerda el canto del Siervo (Is 61,1) citado por Jesús en la sinagoga de Nazaret (Le 4,18).
Dentro de la conocida estratificación redaccional del cuarto evangelio, indicio de los avatares por los que pasó esta original comunidad cristiana’, el sermón de la cena y sus diversas alusiones al Paráclito son quizá lo más iluminador acerca de esa diversificada historias.
12.1. El Espíritu como impulsor de la misión
Esta temática, cercana a la tradición sinóptica (cf. Mt 28,19; Me 16,15; Le 24,47-49), no está presente en el sermón de la cena, sino en un texto pascual probablemente anterior en lo que a su redacción se refiere: «Paz a vosotros; como el Padre me envió, así también os envío yo». Y habiendo dicho esto sopló y les dice:«recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados, a quienes se los retengáis les quedan retenidos» (Jn 20, 21-22). Se entiende la misión como reconciliación de la humanidad con Dios ’ mediante la misión de los discípulos habilitados y sostenidos por la fuerza del Espíritu. Esta inquietud misionera es perceptible en la llamada «oración sacerdotal» (Jn 17) y también en la alegoría del Pastor (Jn 10), pero en ninguno de estos dos textos se menciona al Espíritu; es quizá signo de distinto nivel redaccional.
12.2. El Espíritu como abogado ante los tribunales
El sermón de la cena (Jn 13-16) presenta, con variaciones, una comunidad vuelta sobre sí misma, angustiada por múltiples problemas internos. Uno de ellos, indiscutible, es la persecución, que inicialmente puede proceder de la sinagoga, a la que los creyentes joánicos pertenecen y que los declara herejes por haber ido muy lejos en la confesión de Jesús, poniéndole al mismo nivel de Yahvé (cf.10,33); posteriormente la persecución puede venir del mundo pagano, del que se distancian al no reconocer otra realeza o soberanía que la de Jesús glorioso (cf Apocalipsis).
Por uno u otro motivo tendrán que comparecer ante tribunales, y allí su testimonio revestirá una especial solemnidad. Pero será un testimonio dado, a través de los creyentes, por el Paráclito en persona (Jn 15,26-27). Es un tema emparentado con el apocalipsis sinóptico (Mc 13,11: «no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu Santo».(Mt 10,20 y Lc 12,12). Resuena, igualmente, el tema paulino de que «nadie sin el Espíritu Santo puede decir: Jesús es Señor» (lCor 12,3).
Es en esta situación, y sólo en ella, donde el Espíritu puede ser designado con propiedad como Pará-kletos, expresión equivalente a la latina ad-vocatus, abogado, defensor ante el tribunal.
12.3. El Espíritu como maestro de la Verdad
Otra de las situaciones dolorosas por las que atraviesa la comunidad joánica es la desorientación doctrinal, debido a la presencia de los llamados maestros «mentirosos» (Un 2,4.22), los que descarrían de la verdadera fe en la encarnación, que causan un cisma en el grupo (cf. 1 Jn 1, 19), y con los que no se puede hacer componenda (Jn 10). Frente a ellos, la comunidad cuenta con el Paráclito, ahora llamado «Espíritu de la Verdad» (Jn 14,17; 15,26; 16,13; Un 4,6; 5,6). En el sermón de la cena la tarea que a este Espíritu se le encomienda es recordar la enseñanza de Jesús (Jn 14,26) y conducir a los creyentes a la verdad plena, incluido el conocimiento del futuro (Jn 16,13-14). Se trata de una función didáctica personal, inmediata, de modo que no necesitarán ningún otro maestro (Un 1,27). Resuena nuevamente el tema paulino de la «theodidáctica» (lTes 4,8-9), o del Espíritu que descorre el velo para captar el sentido de la antigua revelación (2Cor 3,14-16).
12.4. El Espíritu como fuente de consuelo y confianza
La comunidad joánica pasa por diversas situaciones de rechazo y soledad, de sensación de «orfandad» (Jn 14,18). Es excomulgada de la sinagoga (cT. Jn 9,22.34) y posteriormente odiada por el mundo helenista circundante (15,18; 17,14). Pero ella posee la fuerza superior del Espíritu que le dará la victoria definitiva. Ahora el Espíritu tiene la función de «acusador del mundo incrédulo» (16,8-1 l), continuando así la función de Jesús, que, en su pasión, quedó declarado Rey y Juez de este mundo y, como tal, «se sentó en el tribunal llamado enlosado» (Jn 19,13). Los creyentes se saben en posesión del Espíritu de aquel que venció al mundo (Jn 16,33), de modo que a pesar de la tribulación presente, se gozan ya de la victoria futura.
A la luz de la función del Espíritu en la Iglesia, es normal que los evangelistas contemplen también a Jesús animado e invadido por ese mismo Espíritu (cf. Mc 1, 10; Mt 3,16; Lc 3,22; Jn 1,32). Y, ante la tarea sobrehumana de prolongar en la historia lo iniciado por Jesús, Lucas anima a sus lectores a que pidan al Padre confiadamente el don del Espíritu Santo (Lc 11,13).