El grito de E. Munch

12 de mayo de 2006

La conocida obra pictórica El grito ha recobrado popularidad (más aún) desde que fuera robado con cierta facilidad del museo Munch de Oslo a finales de agosto de 2004. Su creador, el noruego Edvard Munch, realizó docenas de versiones de este icono de la angustia y soledad humana, una obra que muchos consideran como el origen del expresionismo contemporáneo.

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El artista, allá por 1895, describía la miseria recogida en el cuadro:

"Iba por un largo camino con dos amigos mientras se ponía el sol. El cielo se tornó de repente de color rojo sangre, me detuve exhausto y vi sobre la ciudad sangre y lenguas de fuego. Mis amigos continuaban caminado, pero yo temblaba de pánico y sentía que un enorme e infinito grito atravesaba la naturaleza".

El grito sigue estando de moda porque es más que nunca un emblema de la naturaleza del ser humano del siglo XXI. La metadona de ocio, materialismo, egocentrismo y orgullo han hecho que los hombres de hoy permanezcamos desnaturalizados, artificiosamente armados de indiferencia espiritual en medio de una sociedad que te grita que naces y mueres solo…, que te grita que eres uno más de la algarabía de la populosa ciudad…, que te grita que no eres especial ni imprescindible…, que te grita que si Dios existiese nunca se interesaría por ti.

Los efectos de las drogas del tumulto de las mayorías sirven como confuso analgésico ante la realidad del grito pintado por un enfermo mental como Munch. Quizás el noruego no estaba tan loco, sino que sencillamente trataba de ser sincero consigo mismo, pues es probable que sea más propio de valientes, que no de enfermos, el hecho de reconocer su desesperación vital. La debilidad de compromisos entre las personas ha levantado a la soledad como uno de los grandes cánceres de nuestro tiempo, una circunstancia a la que se le suma el también frágil tabú que hemos hecho de la muerte, una negación que no anula nuestra cita con ella y que por encima de vanidades nos pone a todos en nuestro sitio.

“Vi sobre la ciudad sangre y lenguas de fuego. Mis amigos continuaban caminado, pero yo temblaba de pánico.”

No sé mucho de lo que en verdad recorría el corazón del pintor nórdico, pero las deivas palabras del genio del frío parecieran insinuar una realidad palpitando más allá de la materia. Munch plasma en su cuadro un cielo de sangre, como descubriendo que toda la ciudad está impregnada del precio del rescate pagado por Dios en la cruz del Gólgota. Al mismo tiempo, el protagonista descubre un desgarrador paisaje urbano celestial de lenguas de fuego, el perenne símbolo de la acción misericordiosa del Espíritu de Dios hacia sus hijos.

Sin embargo, sólo un loco como Munch se percata de ello. Sus compañeros de vida “continuaban caminando”, pues ellos no vislumbraban nada. El grito que desgarra la naturaleza es la angustia de quien se ha encontrado con una realidad espiritual que enajena al hombre moderno. Hoy, de nuevo, el grito noruego se escucha por cada rincón de los corazones de quienes, aparentemente, lo tienen todo; de corazones tan escarchados como el país de Munch.

Pero quien hoy se identifica con el personaje de este cuadro no tiene por qué elegir entre volver con sus indiferentes compañeros de caminata o desviarse por la senda de la locura. Hay una tercera opción: hay esperanza, pues el alarido de pánico no es tan sólo el grito que subyace dentro de cada uno. Más que eso, se trata del lamento genuino de Dios, de su lloro ante unos seres que lo rechazan pero ante quienes se sigue presentando como opción de eternidad y llenura. Según cuentan los evangelios, fue precisamente un desgarrador grito lo último que salió del alma de Jesús de Nazareth antes de morir, un sacrificio que se sigue escuchando hoy y que impregna el cielo de un rojo sangriento rescatador de soledades y soberbia. El caso es que muchos nos reconocemos delirantes receptores de ese chillido y necesitados del abrazo de Dios, espantados de un mundo que se niega a asustarse de sí mismo y que tiene miedo de recibir el perdón y el amor de Dios.

Gritar, oír y amar…: nada más humano; nada más divino. He visto una tierra… El mundo se nos ofrece para que lo moldeemos.

He visto una tierra en la que brillaba la bondad, donde cada hombre protege la dignidad de su hermano tan gustosamente como la suya propia; donde la guerra y la necesidad han desaparecido y todas las razas se rigen por la misma ley de amor y honor. He contemplado un lugar en el que brilla la verdad; donde la palabra de un hombre es su garantía pues la falsedad ha sido desterrada. En él niños duermen a salvo entre los brazos de sus madres y jamás conocen el dolor o el temor; allí los reyes extienden las manos para imponer justicia en lugar de para empuñar la espada.

La clemencia, la amabilidad y la compasión fluyen como un torrente sobre la tierra, y los hombres veneran la virtud y la belleza, por encima de las comodidades, el placer o el propio interés. Es un sitio donde la paz reina en el corazón de las personas, la fe brilla como un faro en cada colina y el amor ilumina todos los lugares de las casas; allí se adora al Dios verdadero y su mensaje es aclamado por todos. He vislumbrado esta tierra y mi corazón suspira por ella.

Stephen Lawhead en Taliesin, Timun Mas.
El Delirante, http://www.delirante.org