El imperativo por la totalidad en Cristo

27 de enero de 2014

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Durante más de mil años, los cristianos no han tenido el gozo de ser una familia unida en torno a Cristo. Aunque ya hubo tensiones en las primeras comunidades cristianas, hasta el año 1054 no se dio una división como para establecer, en realidad, dos comunidades cristianas formales: la Iglesia Ortodoxa y la Iglesia Católica en Occidente. Después, con la Reforma Protestante en el siglo XVI, hubo una posterior división dentro de la Iglesia de Occidente, y la Cristiandad quedó aun más fragmentada. Hoy existen más de cien denominaciones cristianas, muchas de las cuales, tristemente, no estás en amistosas relaciones mutuas.

La división y la falta de entendimiento son comprensibles, inevitables; es el precio de ser humanos. No hay comunidades sin tensión; y así, no resulta gran escándalo que, a veces, los cristianos no podamos llevarnos bien entre nosotros. El escándalo es que ya no tenemos más hambre de unidad y que ya no nos echamos en falta más en nuestras Iglesias separadas. Implícitamente, en todas nuestras Iglesias existe hoy muy poca pena por aquellos que no toman parte en nuestro culto, tanto si estos hermanos pertenecen a otras denominaciones como si pertenecen a la nuestra. Por ejemplo, enseñando a seminaristas católicos romanos, noto cierta indiferencia por el fenómeno del ecumenismo. Hoy día, para muchos seminaristas, esto no es un tema de su particular preocupación. Es triste decirlo: esto sucede a la mayoría de cristianos de todas las denominaciones.

Pero esta especie de indiferencia es inherentemente anticristiana. La unidad estuvo íntimamente presente en el corazón de Jesús. Él quiere que todos sus hijos estén a la misma mesa, como vemos en esta parábola del evangelio:

Una mujer tenía diez monedas y perdió una. Se puso extremadamente ansiosa y agitada, y empezó a buscar frenéticamente y sin descanso la moneda perdida, encendiendo lámparas, mirando bajo las mesas y barriendo todos los pisos de su casa. Al fin, encontró la moneda. Se puso loca de contenta, convocó a sus vecinas y organizó una fiesta cuyo coste excedió en mucho el valor de la moneda que había perdido. (Lc. 15, 8-9).

¿Por qué tanta ansiedad y tanto gozo por la pérdida y hallazgo de una moneda cuyo valor era el de diez céntimos? La respuesta se encuentra en el simbolismo: en su cultura, el 9 no era un número completo; el 10, sí. Tanto la ansiedad de la mujer en la pérdida de la moneda como su gozo en el hallazgo no eran comparables con el valor de la moneda, pero sí con el valor de la totalidad. Una importante totalidad de su vida se había roto, una apreciada colección de cosas no estaba por más tiempo completa. De ahí que la parábola podría relanzarse así:

Una mujer tenía diez hijos. Con nueve de ellos, tenía una buena relación, pero una de sus hijas vivía alejada. Sus otros nueve hijos venían regularmente a la mesa familiar, pero esta hija no. A la mujer le era imposible descansar estando en esa situación; necesitaba que su hija ausente volviera a juntarse con ellos. Trató por todos los medios de reconciliarse con su hija; y, un día, se dio el milagro. Su hija regresó a casa. Su familia volvía a estar completa, todos estaban de nuevo a la mesa. La mujer estaba super-gozosa. Retiró sus modestos ahorros del banco y organizó una generosa fiesta para celebrar el reencuentro de todos.

La fe cristiana demanda que, como esa mujer, nosotros estemos ansiosos, impacientes, encendiendo lámparas y buscando hasta que la Iglesia esté completa de nuevo. El nueve no es un número completo. Tampoco es completo el número de aquellos que normalmente están dentro de nuestras respectivas Iglesias. El Catolicismo Romano no es un número completo. El Protestantismo no es un número completo. Las Iglesias Evangélicas no son un número completo. Las Iglesias Ortodoxas no son un número completo. Ninguna denominación cristiana es un número completo. Todos juntos, sí completamos el número.

De esta suerte, se nos propone que nos hagamos algunas preguntas incómodas: ¿Quién deja de ir en adelante a la iglesia con nosotros? ¿Quién se siente incómodo tomando parte en nuestro culto? ¿Estamos tranquilos de que tanta gente no pueda unirse por más tiempo a nosotros en nuestra iglesia?

Tristemente, hoy, demasiados de nosotros estamos cómodos en Iglesias que están muy lejos de lograr la totalidad. A veces, en nuestros momentos de menos reflexión, incluso nos alegramos de ello:”¡Los otros de ningún modo son auténticos cristianos!”, “¡Estamos mejor fuera sin esa clase de personas!”, “¡De esta manera hay más paz!”, “¡Con su ausencia, somos una Iglesia pura, más fiel!”, “¡Somos el único verdadero resto!”.

Pero esta falta de sana solicitud por la totalidad compromete tanto nuestra madurez como nuestro seguimiento a Jesús. Somos maduros amando a la gente; y somos verdaderos seguidores de Jesús sólo cuando, como Jesús, nos quedamos llorando por esas “otras ovejas que no son de este redil” y cuando -como la mujer que perdió una de sus monedas y no descansó hasta que cada rincón de la casa fue puesto patas arriba en una frenética búsqueda de lo que había perdido- nosotros también nos ponemos solícitamente a buscar esa totalidad perdida.