En su autobiografía, Nikos Kazantzakis cuenta cómo en su juventud fue estimulado por una inquietud que lo tuvo buscando algo que él nunca pudo definir totalmente. No obstante, hizo las paces con su falta de paz porque aceptó que, dada la naturaleza del alma, se daba por hecho que sentiría esa inquietud y que un alma sana es un alma estimulada. Comentando esto, escribe: “Ninguna fuerza en ningún lugar de la tierra es tan imperialista como el alma humana. Ocupa y es ocupada a su vez, pero siempre considera su imperio demasiado estrecho. Sofocante, desea conquistar el mundo con el fin de respirar libremente”.
Necesitamos que nos den permiso -creo yo- para aceptar como dado por Dios ese imperialismo en nuestra alma, incluso como siempre necesitamos tener cuidado de no trivializar nunca su poder y significado. Pero esa es una fórmula para la tensión. ¿Cómo se hacen las paces con el imperialismo del alma de uno sin denigrar la energía divina que está atizando el fuego de ese imperialismo? Para mí, esto ha sido una lucha.
Yo crecí en el corazón de las praderas canadienses con quinientas millas de espacio abierto en cada dirección. Geográficamente, ese espacio permitía al alma de uno ensancharse, pero por otra parte mi mundo parecía demasiado pequeño para que mi alma respirase. Crecí en una comunidad unida de un área rural aislada donde el mundo resultaba lo bastante pequeño como para que todos nos conociéramos. Eso fue maravilloso porque contribuyó a ser un cálido capullo; pero ese capullo (aparentemente) me aisló del gran mundo donde -según parecía a mi joven mente- las almas podían respirar en espacios más amplios que donde yo estaba respirando. Por otra parte, creciendo con una aguda sensibilidad religiosa y moral, me sentía culpable de mi inquietud, como si ello fuera algo anormal que necesitase encubrir.
En tal estado, a mis 18 años, ingresé en la vida religiosa. Los noviciados eran por entonces no poco estrictos y estaban apartados. Éramos 18 novicios, secuestrados en un antiguo edificio del seminario, a la otra parte del lago de una ciudad y una carretera. Podíamos oír el ruido del tráfico y ver la vida que había a la otra parte del lago, pero no éramos parte de ella. Igualmente, casi todo de nuestra secuestrada vida se centraba en lo espiritual, de modo que aun nuestros más mundanos deseos debían estar asociados a nuestra hambre de Dios y del pan de vida. Tarea nada fácil para nadie, y menos para un adolescente.
Bueno, un día recibimos la visita de un sacerdote que dio permiso a mi alma para respirar. Nos reunió a los dieciocho novicios en un aula y empezó su conferencia con esta pregunta: ¿Os sentís un poco inquietos? Nosotros asentimos, más bien sorprendidos por la pregunta. Él continuó: Bien, ¡tenéis que sentiros inquietos! ¡Tenéis que estar saltando fuera de vuestra piel! ¡Toda esa vida que está en vosotros y todas esas ardientes hormonas que bullen en vuestra sangre… y vosotros estáis aquí metidos viendo la vida que se da al otro lado del lago! ¡A veces debéis de volveros locos! Pero… eso es bueno, eso es lo que debéis estar sintiendo; eso muestra que sois sanos. Quedaos con eso. Podéis hacerlo. Es bueno sentir esa inquietud.
Ese día, los amplios espacios abiertos de la pradera en los que había pasado mi vida entera y los amplios espacios abiertos de mi alma se amistaron un poco. Y esa amistad continuó creciendo mientras hacía mis estudios y leía a autores que habían amistado sus almas. Entre otros, me hablaron estos: san Agustín (Nos has hecho para ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti); Tomás de Aquino (El objeto adecuado del entendimiento y la voluntad humana es todo Ser); Iris Murdoch (El más profundo de todos los dolores humanos es el dolor de la insuficiencia de la auto-expresión); Karl Rahner (En el tormento de la insuficiencia de todo lo alcanzable, al fin aprendemos que aquí, en esta vida, no hay ninguna sinfonía acabada); Sidney Callahan (Estamos hechos para dormir al fin con todo el mundo, ¿es sorprendente que anhelemos esto a lo largo del camino?; y James Hillman (Ni la religión ni la psicología honran de hecho al alma humana. La religión siempre está intentando salvar el alma, y la psicología siempre está intentando asentar el alma. El alma no necesita ser salvada ni ser asentada; ya es eterna, sólo necesita ser escuchada).
Quizás hoy la verdadera lucha no sea tanto aceptar el sagrado permiso de amistarse con la salvaje insaciabilidad del alma. Hoy, una lucha mayor -sospecho yo- es no trivializar el alma, no reducir sus infinitos anhelos a menos de lo que son.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los teólogos jesuitas que resistían la ocupación nazi en Francia publicaron un periódico clandestino. El primer número apareció con esta ahora famosa frase: Francia, ten cuidado de no perder tu alma. Hermosa advertencia. El alma es imperialista porque lleva fuego divino, y así lucha por respirar con libertad en el mundo. Sentir y honrar esa lucha es estar sano.