Acaba de ser publicada la exhortación apostólica del Papa Benedicto XVI “Verbum Domini – La Palabra del Señor”. En ella el Papa invita a los teólogos a profundizar en varios temas. Ha querido hacer de esta exhortación no solo un punto de llegada y de magnífica síntesis, sino también un impulso para seguir dando razón de nuestra esperanza y de nuestra fe en la Palabra de Dios. Con ese espíritu ofrezco esta primera reflexión, que se irá completando con otras sucesivas. La verdad es que me llamó mucho la atención una de las Proposiciones de los Padres Sinodales, respecto a María y la Palabra. El Papa la recoge en su exhortación e invita también a una reflexión análoga sobre la Iglesia y la Palabra. Allí se habla de un “nuevo paradigma”. Es lo que pretendo reflexionar en los textos que iré ofreciendo. Quizá alguien se pueda sentir por ellos animado a participar en un diálogo que nos haga a todos crecer en dar razón de nuestra fe.
“Un cambio concreto de paradigma en la relación de la Iglesia con la Palabra en la actitud de escucha orante” (Verbum Domini, 28).
¿Qué implica un cambio concreto de paradigma en la actitud de escucha orante desde la perspectiva de la Palabra, del Libro sagrado?
A través de las Escrituras Santas nuestro Dios se comunica con nosotros, nos desvela su Misterio e intenta suscitar nuestra respuesta libre y amorosa. Las Santas Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento son el “Libro de la Alianza” de Dios con su Pueblo y, desde él, con toda humanidad. No tenemos el monopolio. Lo hemos recibido para también transmitirlo, hasta que se cumpla el sueño de Dios: su desposorio con toda la humanidad. Desde aquí se vislumbra un “cambio de paradigma”.
Libro de la Alianza – palabra y diálogo
La exhortación apostólica proclama que hemos sido llamados a “entrar en la Alianza” (VD, 22). Se trata de una Alianza digna del ser humano. Es decir, una Alianza que funciona desde las “relaciones mutuas” y no desde unas “relaciones unilaterales”. Nuestro Dios nos considera dignos de sí y nos habla para que también nosotros le hablemos. Nos suplica para que también nosotros le supliquemos. Nos pide escucha para que también nosotros le pidamos escucha. La Sagrada Escritura es el libro de la reciprocidad. No solo es el libro de la Palabra (Logos), sino que es el libro del “Dia-logos”, del diálogo. La obediencia es mutua, es circular. El Dios que habla, le da también la palabra a su interlocutor. Por eso, el libro de la Alianza es el libro del “Diálogo”: la Palabra pretende suscitar nuestra palabra y generar un permanente diálogo de vida entre Él y nosotros.
Dios, en la iniciativa amorosa de su Alianza, tiene todo el derecho de pedirnos que escuchemos su voz:
“¡Shema, Israel! (Escucha, Israel)”. ¡Ojalá escucheis hoy mi voz, no endurezcáis vuestro corazón!”
Pero también el ser humano, en Alianza con su Dios, se siente en el derecho de dirigirse a Él con las mismas palabras e imperativos:
“¡Escúchame, Señor! ¡Atiende mi súplica! ¡Ven aprisa a socorrerme! ¡No me escondas tu rostro! “Desde lo hondo a tí grito, Señor. Señor, escucha mi voz. ¡Estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica!”
El diálogo de la Alianza es, ante todo, un diálogo de vida y en la vida; no se trata de un diálogo únicamente de ideas y reflexiones. No es un diálogo en el cual el ser humano está llamado únicamente a ofrecer una “escucha” silenciosa, adorante, sumisa. En su respuesta a Dios, Job nos dice cómo ante el Dios de la Alianza se puede hablar “sin censuras”. Es un Dios que nos acepta como somos y permite que luchemos con Él, como Jacob, o que nos lamentemos ante Él, como Jeremías, y que le formulemos preguntas como María y Jesús.
El libro sagrado nos enseña a vivir la Alianza en Jesús. La Palabra y el Cáliz-Pan de la Alianza forman el centro, el culmen.
Esta relación dialogante con la Palabra acontece de manera sublime en la celebración de los Sacramentos, y en especial del gran Sacramento de la Alianza que es la Eucaristía (cf. VD, 52-55). En la Eucaristía el diálogo es mutuo, la entrega es mutua.
El libro de la Alianza, proclamado a lo largo del Año Litúrgico, confiere a los creyentes un sentido cada vez más fuerte de aliados y aliadas de Dios. En este tiempo en que tan sensibles somos a las alianzas entre los pueblos, entre las personas, en que sufrimos la inconsistencia de no pocas alianzas y añoramos alianzas sólidas, constitutivas, abiertas a la esperanza, en este tiempo el libro de la Alianza es el de las buenas noticias, el de las mejores noticias.
La nueva y definitiva Alianza es expansiva, omniabarcante: es católica -abierta al todo-, trasciende todas las barrera, es alianza con toda la creación, por eso, es también ecológica y cósmica. El libro de la Alianza nos lo enseña. Y, por eso, el primer mandamiento de la Alianza es el amor, la relación en todas las direcciones, la interconexión amorosa que hace que Dios sea todo en todos.
La sacramentalidad del Libro sagrado como Palabra viva
El libro sagrado, el libro de la Alianza de Dios con el mundo, ocupa el lugar central en la vida de la Iglesia. No se trata de una ley, sino del mejor don. La comunidad es considerada digna de que Dios le dirija la Palabra y de que ella misma pueda dirigir su palabra a Dios. Es la comunidad de la Alianza. Con ella está comprometido Jesús en alianza esponsal, como Dios Yahweh lo estuvo con su Pueblo en la primera Alianza. La comunidad cristiana se siente el nuevo Israel y en cuanto tal, se sabe pueblo de la Alianza, el espacio donde la Alianza se vuelve evidente, donde queda sacramentalizada y es celebrada y vivida.
Cuando hablamos de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia, hemos de referirnos a esta realidad fundamental y fundante. La comunidad de la Alianza se siente aliada con su Dios a través de la Palabra y el cuerpo y cáliz de la Alianza nueva y definitiva.
Cuando la comunidad, nuevo Israel, queda congregada en asamblea (en qahal, en ecclesia), es decir, en asamblea litúrgica, entonces la Palabra de la Alianza adquiere toda su razón de ser, su fuerza transformadora y se convierte, sobre todo, en “forma de la Iglesia”. Bajo la Palabra la Iglesia se constituye comunidad de la Alianza.
Cuando el libro sagrado es leído, proclamado –sobre todo en el contexto de la Eucaristía en la cual acogemos y celebramos la presencia real de Cristo Jesús en los dones del cuerpo y de la sangre de la Alianza-, se escuchan las palabras de la Alianza de Dios con su Pueblo y también las respuestas del pasado a la Alianza. Y objetivo de ello es provocar una respuesta adecuada y actualizada en el pueblo de Dios de hoy, de cada lugar y tiempo al Dios que a través de su Palabra y Sacramentos le interpela. Por eso,la exhortación apostólica insiste y reafirma que la liturgia del Pueblo de Dios es el espacio más adecuado y propio de la Palabra (VD, nn.50-71). Incluso los Padres sinodales pidieron que se estudiara más a fondo el carácter sacramental de la proclamación de la Palabra.
No solo formación bíblica, sino auténtica iniciación
Falta en la Iglesia una auténtica iniciación en el libro sagrado. En los procesos de iniciación cristiana la Iglesia de los Padres entregaba gradualmente a los catecúmenos los tesoros de nuestra fe: el símbolo de la fe, el padrenuestro –como oración paradigmática-. A estos ritos se les llamaba “traditio”. Después los catecúmenos debían dar cuenta de su experiencia en lo que se denominaba la “redditio”.
Hoy comprendemos la necesidad de una auténtica iniciación en el libro sagrado. No basta con que cada creyente tenga su biblia personal (Propositio, 9); ni siquiera que escuche muchos textos bíblicos a lo largo del año litúrgico. Creo que para comprender el todo y tener conciencia del todo es necesario ser introducido e iniciado en cada una de las partes. Debería haber una “traditio”de los libros del AT y del NT: para la oración una “traditio” del libro de los salmos, para el consejo en los problemas de la vida “traditio” de los libros de la Sabiduría, para la identidad religiosa y misionera la “traditio” de los libros de los profetas e históricos. Y lo mismo con los libros del NT, desde los Evangelios, pasando por las cartas de Pablo, hasta el libro del Apocalipsis.
La mayoría de los cristianos y también no pocos de los pastores tienen una visión caótica de los libros de la Escritura. Los catecismos han suplantado la veneración debida al libro sagrado en cuanto tal.
Creo que tanto en la iniciación cristiana, como en la iniciación carismática a las distintas formas de vida o vocación, la “traditio” de determinados libros de la Escritura debería configurar el proceso iniciático. No basta la formación bíblica. Es necesario plasmarla en ritos, en procesos de asimilación progresiva de la Palabra.
«De hecho, la Palabra de Dios nunca está presente en la simple literalidad del texto. Para alcanzarla hace falta trascender y un proceso de comprensión que se deja guiar por el movimiento interior del conjunto y por ello debe convertirse también en un proceso vital» (VD, 38).
En este sentido las reflexiones de la exhortación apostólica deberán ser traducidas en claves pedagógicas y pastorales más claras y determinadas, de modo que se aciter con el camino adecuado para cambiar de paradigma. Se trata de un auténtico camino de iniciación en la Palabra de Dios, que no se identifica totalmente con cursos bíblicos.
La lectura del Libro sagrado a lo largo del año litúrgico y las homilías
La Palabrade Dios va configurando al Pueblo de Dios y a cada una de sus comunidades y de las personas que las forman, a lo largo de todo el año litúrgico. Ella crea un “ritmo” permanente de diálogo entre Dios y su Pueblo, Jesús y su Iglesia. Es la Palabra la que saca de su rutina la ritualidad cristiana.
Las celebraciones sacramentales de la comunidad cristiana están todas ellas configuradas por las lecturas del libro sagrado.
En la proclamación de las páginas del Libro sagrado la comunidad cristiana se siente invitada siempre a responder al Dios de la Alianza. Lo hace con su oración, pero también con su discernimiento ante los acontecimientos que suceden, con su compromiso. ¡Llama mucho la atención que la exhortación apostólica ni siquiera mencione el “Año litúrgico” que es el gran marco de la proclamación de la Palabra y de la celebración de la Eucaristía!
La exhortación apostólica, haciéndose eco de la “Proposición 9″ de los Padres sinodales desea que:
“?orezca « una nueva etapa de mayor amor a la Sagrada Escritura por parte de todos los miembros del Pueblo de Dios, de manera que, mediante su lectura orante y ? el a lo largo del tiempo, se profundice la relación con la
persona misma de Jesús » (VD, 72).
Los padres sinodales pidieron -aunque esta petición no se recoge en la exhortación- “que cada fiel cristiano tenga su biblia personal (Deut 17,18-20)” (Propositio, 9).
Respecto a la homilía, que acompaña la proclamación de las palabras del Libro sagrado durante todo el año litúrgico, se hace necesario un serio replanteamiento de ellas.
“El presbítero leyó el evangelio con tanta unción que se hizo innecesaria la homilía” (Peter Handke).
Hay que evitar un cierto exhibicionismo clerical en la homilía, que solapa el momento culminante en el cual la palabra de Dios es proclamada. Es más importante la Palabra proclamada que el comentario; la Palabra de Dios que la palabra del ministro. La dignidad de la palabra del ministro procede de la Palabra de Dios proclamada, no al revés. Por eso, dejar de lado la Palabra y aprovechar para abordar temas de actualidad (sociales, políticos etc.) es una afrenta al Dios que nos habla. Esos temas deberán, tal vez, ser tratados, pero en otra sede. La homilía ha de ser un subsidio, una guía orientadora que lleve a la comunidad de la Alianza a reconocer cómo Dios le está hablando a lo largo del Año litúrgico. Más todavía, la homilía ha de ayudar a la comunidad a convertirse en “partner”, interlocutora, intérprete y actualizadora de la Palabra (¡evocar el ejemplo del Apocalipsis, como criterio para la celebración eucarística!). Y no debe hacer quien proclama la homilía, lo que no hace el mismo Dios: un discurso al que no se le puede replicar. Hay homilías que sustituyen, re-emplazan la Palabra de Dios, la ocultan, hacen que lo proclamado desaparezca del horizonte.
Un exceso litúrgico puede llevar a un tipo de homilía en el cual todo es “litúrgicamente correcto”, pero una homilía que no llega al alma, que no transmite la calidez del corazón de Dios (cf. Propositio 15).
El libro sagrado y las formas de Vida cristiana
Las diversas formas que asume la vida cristiana se debe ante todo a la fuerza configuradora de la Palabra. La Palabra está presente en todo acontecimiento vocacional. En la vocación cada fiel cristiano responde a la llamada de Dios que le llega a través de múltiples voces de Dios en su vida, pero que se concentra y se vuelve nítida en la escucha atenta de la Palabra de Dios, especialmente cuando ésta es proclamada en la asamblea eclesial.
Por eso, dado que todos somos hijos de la Alianza, en la Alianza han de interconectarse todas las vocaciones y formas de vida. Todas ellas son vocaciones diversas para vivir y servir la única alianza. Todas ellas intentan hacer realidad –aunque de modos diversos- el amor de la Alianza que une indefectiblemente a Dios con su Pueblo en un amor con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. La vocación cristiana con la especificación particular que recibe en cada laico es siempre vocación de Alianza; también lo es la vocación al matrimonio y al ministerio ordenado y a las diversas formas de vida consagrada.
El déficit de experiencias vocacionales en la Iglesia depende del déficit de los creyentes como oyentes, servidores de la Palabra; en el déficit de conciencia de Alianza. Pero es en la presencia de Dios, a través de su Palabra, donde los creyentes encuentran su vocación de alianza y es por medio de la Palabra cómo el Espíritu los consagra y potencia para que puedan realizar su misión. El Sínodoprestó una atención particular al anuncio de la Palabra divina a las nuevas generaciones:
“Los jóvenes son ya desde ahora miembros activos de la Iglesia y representan su futuro. En ellos encontramos a menudo una apertura espontánea a la escucha de la Palabra de Dios y un deseosincero de conocer a Jesús” (VD, 104).
La Palabra de Dios está así mismo en el origen del matrimonio cristiano. La palabra que se dan mutuamente el esposo y la esposa fue denominada en el Sínodo “palabra profética, que es signo de la unión de Cristo con su Iglesia”:
«En la celebración sacramental, el hombre y la mujer pronuncian una palabra profética de recíproca entrega, el ser “una carne”, signo del misterio de la unión de Cristo con la Iglesia (cf. Ef 5,32) » (VD, 85).
La exhortación hace también ver cómo la vida religiosa o consagrada tiene su fuente y nutrición permanente en la Palabra de Dios:
“La vida consagrada nace de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida ». En este sentido, el vivir siguiendo a Cristo casto, pobre y obediente, se convierte « en “exegesis” viva de la Palabra de Dios ». El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la Biblia, es el mismo que « ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada regla », dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por la radicalidad evangélica”. (VD, 83)
También la vocación del ministro ordenado ha de estar especialísimamente fundada en la Palabra de Dios:
“La Palabra de Dios es indispensable para formar el corazón de un buen pastor, ministro de la Palabra ». Los obispos, presbíteros y diáconos no pueden pensar de ningún modo en vivir su vocación y misión sin un compromiso decidido y renovado de santi?cación, que tiene en el contacto con la Biblia uno de sus pilares”, 78).
El ministro ordenado no es dueño de la Palabra, sino servidor y deudor de ella ante el pueblo de Dios. Tampoco el Magisterio de la Iglesia es dueño de la Palabra, sino que está siempre sometido a ella y a su servicio.
La lectura orante de la Palabra y la lectura creyente de la realidad
La acogida de la Palabra como Palabra que Dios nos dirige para establecer, mantener y hacer crecer su Alianza con nosotros, necesita ser leida –tanto individual como comunitariamente- dentro de un contexto de fe y de oración. Por eso, la exhortación ha recomendado la práctica de la “lectio divina” y, más todavía, la “escucha orante de la Palabra (VD, 28) y la práctica de la “lectura orante de la Palabra” (VD, 72).
La Palabra adquiere entonces todo su rango de Palabra de Alianza que se actualiza cada vez que es proclamada y cada vez que es acogida y respondida libremente por el ser humano. En este sentido cabe darle un gran protagonismo a la comunidad cristiana además de escuchar conjuntamente la Palabra, la desarrolla, y descubre su significado actual y comparte sentimientos, ideas, proyectos en torno a ella y desde ella. Esto es lo que el Mensaje del Sínodo denomina también “viva lectio” (Mensaje, 10).
En la práctica de estas formas de “lectio” actúa el Espíritu Santo como facilitador y posibilitador de la comprensión y de la puesta en práctica de las Palabras. El Espíritu crea comunión y lanza a la misión:
“Sin la acción e? caz del « Espíritu de la Verdad » ( Jn 14,16) no se pueden comprender las palabras del Señor.
… Puesto que la Palabra de Dios llega a nosotros en el cuerpo de Cristo, en el cuerpo eucarístico y en el cuerpo de las Escrituras, mediante la acción del Espíritu Santo, sólo puede ser acogida y comprendida verdaderamente gracias al mismo Espíritu. Los grandes escritores de la tradición cristiana consideran unánimemente la función del Espíritu Santo en la relación de los creyentes con las Escrituras. San Juan Crisóstomo a?rma que la Escritura « necesita de la revelación del Espíritu” (VD, 16).
Es aquí donde se descubre, entre otras cosas, la importancia ecuménica y unificante de la “lectio” con hermanas y hermanos de otras confesiones, con hermanas y hermanos del pueblo hebreo y con nuestros propios hermanos o hermanas católicos, entre pastores y laicos, entre religiosos y seglares, entre hombres y mujeres:
“En la casa de la Palabra Divina encontramos también a los hermanos y las hermanas de las otras Iglesias y comunidades eclesiales que, a pesar de la separación que todavía hoy existe, se reencuentran con nosotros en la veneración y en el amor por la Palabra de Dios, principio y fuente de una primera y verdadera unidad, aunque, incompleta. Este vínculo siempre debe reforzarse por medio de las traducciones bíblicas comunes, la difusión del texto sagrado, la oración bíblica ecuménica, el diálogo exegético, el estudio y la comparación entre las diferentes interpretaciones de las Sagradas Escrituras, el intercambio de los valores propios de las diversas tradiciones espirituales, el anuncio y el testimonio común de la Palabra de Dios en un mundo secularizado” (Mensaje, 10).
La Palabra, eficaz como una espada de doble filo, tiene el poder de alimentar nuestra fe y la comunión más intensa entre nosotros.
La Iglesia, casa y escuela de la Palabra
El cambio de paradigma convierte a la Iglesia ya no solo en el templo de la Eucaristía, donde el Santísimo es expuesto para la adoración de los fieles y donde se celebran regularmente la Eucaristía y los Sacramentos, sino también la Casa de la Palabra. En ella se expone también la Palabra y la Palabra de Dios es adorada. Por eso, los Padres Sinodales han pedido que el Libro sagrado tenga un especial lugar en nuestras iglesias y que sea debidamente honrado, venerado en el curso de cada celebración.
Dado que la Iglesia es –sobre todo en sus asambleas- la comunidad de la Alianza, también ella se convierte en Escuela, donde se enseñan las Palabras de la Alianza, donde se relatan las historias de Alianza que han ido tejiendo la historia de la salvación, donde se evocan las enseñanzas y acciones del gran Mediador de la Alianza, Jesús de Nazaret, nuestro Señor.
Extraído del blog personal de José Cristo Rey García Paredes (http://www.xtorey.es)