Hablar de obediencia consagrada es hablar de una obediencia configurada realmente con la vivida por Jesús. O, mejor aún, es hablar de una vocación y de un compromiso -ratificado con voto- de revivir en la Iglesia el mismo misterio de obediencia radical vivido por Jesús en su existencia terrena.
La obediencia consagrada no es simplemente un ‘consejo’, como tampoco lo son la castidad y la pobreza, sino un verdadero carisma, es decir, un especial don de gracia, concedido por el Espíritu Santo a la Iglesia, y en ella a determinadas personas, para revivir intensamente esta dimensión de la vida y del misterio de Jesús. Por eso, ha que tener el mismo contenido fundamental de su obediencia, y responder a sus mismas motivaciones.
Hemos descrito la obediencia histórica de Jesús, diciendo que fue sumisión total en amor (=filial) al querer del Padre, manifestado y discernido, muchas veces, a través de mediaciones humanas.
En la vida religiosa, es decir, en la vida especialmente consagrada, porque intenta ser “memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús, como Verbo encarnado, ante el Padre y ante los hermanos” (VC 22), en respuesta a una peculiar vocación, se quiere vivir comprometidamente -por eso y para eso, se hace profesión, por medio de voto público- la misma obediencia vivida por Jesús. Por tanto, el voto religioso no puede reducirse, -como desdichadamente afirmaron los juristas- al compromiso de cumplir el mandado explícito de los superiores, cuando lo imponen en conformidad con el derecho universal y con el propio del respectivo instituto1. Si a esto se redujera, el voto quedaría privado de todo fundamento y contenido cristológicos, y dejaría de ser una realidad evangélica. Lo cual sería gravísimo.
El voto religioso de obediencia es el compromiso público, aceptado como tal por la Iglesia, de acoger la voluntad de Dios como único criterio de vida, discernida e interpretada a través de múltiples mediaciones humanas y, de modo particular, por medio de los superiores, en sus distintos grados. Abarca, pues, todo el ámbito de la obediencia cristiana, tal como se pretende vivir -por una especial vocación- en la vida consagrada. Es decir, abarca todo el proyecto evangélico de vida, y comprende todas las mediaciones: la propia conciencia, la palabra de Dios, el magisterio de la Iglesia, los signos de los tiempos, las necesidades y aspiraciones de los hombres, la voz humilde de los hermanos, la voz más solemne de la propia comunidad, las constituciones del propio instituto y, de un modo especial, sus respectivos superiores. Por eso, es obediencia radical. Y va a implicar y supone, de hecho, la ‘renuncia’ explícita a programarse la propia vida (cf ET 7), para aceptar -como expresión concreta y objetiva de la voluntad de Dios- el programa que ofrece al religioso la gran mediación de su propio instituto, a través, fundamentalmente, de sus hermanos y también de sus estructuras y, especialmente, a través de las Constituciones y de las distintas instancias de gobierno.
La obediencia no es simplemente una virtud moral, estrechamente vinculada a la virtud cardinal de la justicia, como pensó la escolástica y repitieron los moralistas. La obediencia cristiana tiene un valor intrínseco y un sentido estrictamente teologal, como expresión y como objetivación de la fe, de la que no se distingue adecuadamente. Más aún, es también -y, sobre todo- expresión dinámica de la virtud teologal de la caridad.
Lo que da su verdadero valor y su último sentido a la obediencia -de un modo especial en la vida consagrada- no es la ‘renuncia a la propia voluntad’, que no pasaría de ser un ejercicio ascético, sino el hecho de ser una adhesión libre e incondicional -por amor- a la voluntad de Dios. Jesús mismo vive su misterio de obediencia como expresión concreta y como demostración palmaria de su amor al Padre. Su obediencia nace de su amor y es esencialmente amor. Y su amor se expresa y comprueba en la más perfecta obediencia, en el cumplimiento fiel de la voluntad del Padre. “Yo hago siempre lo que le agrada” (Jn 8, 29). “El mundo ha de saber que amo al Padre, y que obro según el Padre me ha ordenado’” (Jn 14, 31).
La Escritura dice que Dios quiere la obediencia, no el sacrificio (cf 1 Sam 15, 22; Hbr 10, 5-7). “Sin embargo, sabemos que en el caso de Cristo él quiso también el sacrificio, y que lo quiere también en nosotros… La explicación es que de estas dos cosas, una es el medio; y la otra, el fin. Una -la obediencia- la quiere Dios por sí misma; la otra -el sacrificio- lo quiere sólo indirectamente, en vista de la primera. El significado de la frase es, pues, éste: Lo que Dios busca en el sacrificio es la obediencia. El sacrificio de la propia voluntad es el medio para llegar a la conformidad con la voluntad divina. A quien se escandalizaba de cómo el Padre pudiera complacerse en el sacrificio de su Hijo Jesús, san Bernardo respondía justamente: ‘No fue la muerte lo que le agradó, sino la voluntad de aquel que moría espontáneamente’2. No es, pues, tanto la muerte de Cristo la que nos ha salvado, cuanto su obediencia hasta la muerte”3.
La vida consagrada, en respuesta a una peculiar vocación, intenta vivir y revivir en la Iglesia este misterio de obediencia radical de Jesús, permitiéndole vivir de nuevo, ‘sacramentalmente’, este mismo misterio. Por eso, el religioso y la religiosa se comprometen con voto a acoger la voluntad de Dios como único criterio y como único programa de vida, interpretada y discernida a través de las distintas mediaciones. Por medio del voto, van configurando progresivamente la libre facultad de organizar su vida (cf ET 7), con el modo histórico de vivir de Cristo, que no tuvo otro ‘progama’ que cumplir y realizar, por amor, la voluntad del Padre.
La obediencia activa y responsable, que pide el concilio y que promueven los documentos posconiliares del magisterio eclesiástico4, no ha sido siempre bien entendida, en la vida consagrada. Por eso, más en la práctica que en la teoría, se ha convertido -no pocas veces, sobre todo en los institutos masculinos- en una actitud notoriamente individualista. Lo cual es un grave 'atentado' contra la verdadera obediencia y contra la auténtica vida-misión comunitaria. La obediencia que es de verdad ‘activa y responsable’, compromete seriamente a la persona consagrada en una búsqueda sincera de la voluntad de Dios, por medio del diálogo con los hermanos y, especialmente, con los superiores.
Cuando las ‘decisiones’ -aunque no sean muy importantes- se toman siempre o casi siempre por propia iniciativa, sin consultar con nadie -ni siquiera con el que está ejerciendo el servicio de la autoridad- y, cuando se practica la filosofía de los ‘hechos consumados’, no se está viviendo la obediencia consagrada, sino un peligroso sucedáneo de la misma. Cuando, habitualmente, se acude al superior no para proponerle y para ‘discernir’ con él, en diálogo sincero y abierto, lo que se piensa o debe hacer, sino sólo para comunicarle lo que uno mismo ya ha decidido, no se está viviendo ni el voto ni la virtud de la obediencia.
Pero, hay que recordar que tampoco se vive la verdadera obediencia, cuando deja de ser ‘responsable y activa’, porque no se colabora de ningún modo en el proceso de discernimiento y de decisión (cf VC 43), y se reduce a una ‘ciega sumisión’, abdicando de la propia conciencia y de la propia responsabilidad.
Karl Rahner escribió, ya en fechas anteriores al Concilio Vaticano II, unas reflexiones que no carecen de actualidad; aunque habría que leerlas y entenderlas en el amplio contexto en que él las sitúa. “El subordinado tiene también el deber de comprobar ante su misma conciencia la licitud moral de lo mandado. La justificada ‘presunción’ de que la orden de un superior no sólo subjetivamente, sino objetivamente también, es, según la moral, irreprochable, no significa sin más ni más una dispensa del deber fundamental de cada hombre de alcanzar ante cada acción libre, una certeza moral positiva, sobre la permisibilidad ética de su acción, de una acción que no es menos propia ni de menor responsabilidad nuestra porque haya sido mandada”5.
A veces, en los institutos de vida consagrada, ‘se confía demasiado’ en los encargados oficiales de la economía -provincial y general- y en los respectivos gobiernos, descargando sobre ellos toda la responsabilidad administrativa, incluso en su vertiente moral o ética.
Por eso, algunas veces, toman decisiones muy graves, que afectan a la provincia o a la congregación entera, guiados sólo por sus propios criterios. Y ni siquiera en los capítulos respectivos se suelen examinar con suficiente rigor la gestión financiera y las decisiones más importantes del gobierno. En ocasiones, ese ‘exceso de confianza’ y la ‘excesiva autonomía’ que lleva consigo, ha dado lugar a lamentables abusos.
- Sucede, además, que no pocas constituciones restringen a los superiores mayores -y, por escrito, en presencia de dos testigos- la facultad de imponer un precepto en virtud del voto de obediencia. Con lo que -si esta doctrina fuese verdadera- resultaría que el voto de obediencia sólo lo ha cumplido de verdad algún religioso rebelde, que se negó a obedecer hasta que recibió un ‘mandato’ expreso en esos términos. ¿Entonces, a qué habría quedado reducido un voto, formulado con tanta solemnidad, y qué exigencias prácticas tendría? No puede uno menos de recordar, con un poco de maliciosa ironía, la ‘confesión’ de Silvia, el personaje de Jacinto Benavente, cuando dice: “Yo haré siempre lo que mi padre me ordene, si a mi madre no le contraría y a mí no me disgusta” (J. Benavente, Los intereses creados, Austral, Madrid, 1958, 13ª ed., Acto I, Escenas VI, p. 43.
- San Bernardo, De errore Abelardi, 8, 21: ML 182, 1070.
- R. Catalamessa, O.F. M. Cap., Obediencia, Edicep, Valencia, 1990, pp. 13-22.
- Cf PC 14; ES, II, 18; ET 25; EE, I, 52; CDC, c. 618-619; VFC 5 e; 50; VC 43; etc.
- K. Rahner, S.I., Marginales sobre la pobreza y la obediencia, Taurus, Madrid, 1962, p. 37. Las reflexiones sobre la obediencia las había escrito y publicado en la revista “Stimmen der Zeit”, en el mes de julio de 1956.