EL NECESARIO DIÁLOGO
Hablamos tanto de "diálogo" que la palabra, a fuerza de manosearla, se vacía de contenido. Le queda, sin embargo, su poder mágico, su valor de talismán que carga de connotaciones positivas a quien la utiliza, aunque no se sepa muy bien cuál es su contenido ni cuáles sus límites. Y pobre de aquel que diga que en determinadas circunstancias no desea dialogar, porque será tachado de la lista, mientras que mantendrá su aureola quien repita muchas veces la palabra mágica aunque en pocas ocasiones la lleve a la práctica.
Afirmaba Umberto Eco que, para ser verdaderamente tolerantes, antes hay que marcar los límites de lo intolerable. Algo semejante sucede con el diálogo. Es tan valioso, tan importante, que conviene no desvirtuarlo ni darlo por supuesto, si queremos convivir pacíficamente y compartir un mundo acogedor para todos, en el que nadie se sienta injustamente excluido.
Necesitamos dialogar para entendernos como seres humanos. Dialogar, es decir, intercambiar palabras, pensamientos, argumentos, experiencias, para intentar descubrir juntos una parte mayor de verdad, o construir juntos algún bien. También, aunque no se llegue a un acuerdo común, para comprender desde dónde habla el otro, cómo se sitúa, cuáles son sus motivaciones y las razones de su comportamiento.
Para que esto sea así, tienen que darse unas condiciones mínimas. Las dos, o las muchas partes en diálogo, han de estar ocupadas por "personas", ser sinceras, no ocultar intenciones torcidas, abrirse sin prejuicios a la escucha, no utilizar a las personas como medios y, por supuesto, no buscar humillar al otro.
Las únicas armas admisibles son las palabras, las ideas, las razones, los argumentos. También aquí hay límites. Quien a las palabras, las razones, las ideas o los argumentos opone la violencia, no es apto para el diálogo. Quien frente a las razones responde con descalificaciones, en lugar de aportar nuevas razones, se está cerrando al diálogo. Quien a los argumentos o a la evidencia de los hechos responde con victimismos o desvía la atención del asunto que se trata, está entorpeciendo el diálogo.
No hay diálogo cuando se juzga la bondad de las palabras o los argumentos, no en función de sus contenidos, sino en función de quién los defiende. No hay diálogo cuando se permite pasivamente que el otro exponga sus posiciones, para que tenga impresión de que se le ha escuchado, si de antemano se rechazan mentalmente sus aportaciones y se parte de una postura inamovible. No hay diálogo cuando se excluye a una parte necesaria de los interlocutores. No hay diálogo si quedan fuera del intercambio de pareceres las personas o los grupos directamente implicados con derecho a ser tenidos en cuenta.
Hay ciertos temas en los que no hay posibilidad de diálogo, en el sentido de que no son negociables, como pueden ser los derechos humanos, pues no pueden convertirse en moneda de cambio. Sin embargo, sí es posible y necesario dialogar sobre ellos para acercar posturas y defenderlos mejor conjuntamente. Los valores fundamentales no pueden ponerse en cuestión, pero sí las medidas que se toman para salvaguardarlos.
Con todo ello, necesitamos dialogar, y mucho. En las familias, para salvar la distancia entre generaciones, transmitir valores y fortalecer la pertenencia; en los lugares de trabajo, para poder llevar adelante proyectos comunes y crear un ambiente justo y habitable; en las comunidades, para compartir la fe y la misión común; en los partidos políticos, sindicatos y asociaciones para defender causas nobles; dentro de la Iglesia, para multiplicar la presencia evangélica; entre partidos políticos, pues son depositarios de la representación de los ciudadanos; entre la Iglesia y el Gobierno, pues tienen, cada uno en su ámbito, un puesto relevante en la sociedad; entre la Iglesia y las distintas realidades sociales y políticas de todo signo, siempre que sean democráticas, pues tienen una palabra que decir; entre el Gobierno y los ciudadanos, que han de ser escuchados más allá de las urnas cada cuatro años; entre los Gobiernos de los distintos países, pues la paz hay que construirla cada día; entre las culturas que pueblan el planeta, pues cada una aporta su propia riqueza; entre las religiones, pues todos buscan y adoran, cada una por un camino, al único Dios que es Dios.