Hay un tema popular en la apologética cristiana, que dice algo así: El cristianismo es la religión más odiada, y eso prueba que es verdadera. Esa lógica funciona de este modo: Si somos odiados tan injustamente, es que debemos estar haciendo algo correcto. La verdad y la inocencia concitan odio. A Jesús lo odiaron, y, por tanto, a nosotros también.
Tenemos que tener cuidado con esta lógica, porque, entre otras cosas, gracias a ciertos fundamentalismos radicales que se dicen musulmanes, el Islam es hoy día probablemente la religión más odiada, y odiada no precisamente por lo que en ella hay de verdadero y excelente. No sólo la inocencia y la verdad provocan odio. Sentirse odiado no siempre es señal o indicación correcta de que tú (solo en medio de los “infieles”) te adhieres a la verdad auténtica. Puede ser que hayas hecho un voto de distanciamiento o marginación, más que de amor. Al fin, ambas actitudes te hacen merecedor de odio.
Sólo si has hecho promesa formal de amor, el sentirte odiado será criterio válido de que estás en la verdad. Jesús no intentaba ser divisivo e impopular, intentaba proclamar su verdad en formas que no producían alienación ni provocaban odio precisamente. Pero eso no siempre es posible. Él intentaba amar a los otros, pura y auténticamente, pero eso finalmente le hizo objeto de odio.
Pero eso no sorprende.
En la naturaleza humana hay una cierta inclinación a odiar la inocencia y la bondad. Lo vemos ilustrado en muchos libros y películas. Fijaos cómo en muchas historias que pintan la lucha entre el bien y el mal, invariablemente el mal finalmente enfocará su mirada y apuntará contra su opuesto, la inocencia y la bondad. En casi todas las obras épicas dramáticas, finalmente las armas de fuego de los malos acabarán apuntando a las personas más inocentes y bondadosas en el pueblo. Es el santo quien invariablemente lleva el peso del dolor y de la herida dentro de una comunidad. Es el santo quien finalmente se convierte en el chivo expiatorio. Así le ocurrió a Jesús. Y así le ocurre a toda bondad; por su talante somos sanados.
¿Por qué?
Porque así es la anatomía del odio. El odio es una forma perversa del amor, el dolor del amor. Es lo que el amor llega a ser cuando, a causa de heridas y circunstancias, no puede ser afectuoso y recíproco. Rolo May afirmó una vez atinadamente que el odio no es lo opuesto al amor. Lo opuesto al amor es la indiferencia. En cambio el odio podría describirse como un amor frío, herido, frustrado y dolorido, un amor que se ha vuelto agrio. No puedes evocar un odio fuerte contra alguien a no ser que, a un cierto nivel, le hayas amado primero. Cuando el amor se siente herido y frustrado, las lágrimas que provoca pueden ser cálidas y purificadoras, pero también pueden ser amargas y frías. Dolor frío. Es el odio con sus retoños naturales, tales como los celos, la envidia, la amargura, los sentimientos asesinos.
Esa es parte de la anatomía del amor, y por eso el amor puede transformarse en odio tan rápidamente, y por eso la mayoría de los homicidios son domésticos. Cuando el amor se estropea o fracasa lo que raras veces sigue es indiferencia (separación en buena amistad). Con frecuencia, lo que sigue es odio, amargura, frialdad. La mayoría de las aventuras amorosas se vuelven amargas, no indiferentes, y lo mismo ocurre, tristemente, con el amor en casi todos sus aspectos.
¿Qué habremos de aprender de todo esto?
Que necesitamos entender el odio, sea a nivel personal o a nivel de civilizaciones enteras que se odian mutuamente. El odio no es lo opuesto al amor. El odio es una forma perversa del amor, dolor frío, desafección amarga, al que no hay que hacerle frente con la misma moneda, con una forma recíproca de frialdad, sino con calor, afecto y perdón, por duras y difíciles que estas actitudes sean frente a sus opuestas.
Una de las grandes luchas morales de nuestra vida depende precisamente de esto. Cuando alguien nos odia, ¿qué sentimiento espontáneo surge y crece dentro de nosotros? ¿Un sentimiento de frialdad e ira, junto con el deseo, secreto y no-tan-secreto, de que la pase mal en su vida? ¿Un deseo torvo de que, en la subsiguiente miseria, ese “enemigo” se vea forzado a darse cuenta de su error y a tener que reconocer, muy a disgusto y contra su voluntad, que disparató, en particular con respecto a nosotros? Quien odia quiere que el otro se asfixie en su propio error.
Pero nada de eso será positivo ni para los que nos odian, ni para nosotros mismos. Solamente si algo bueno comienza a ocurrir en las vidas de los que nos odian, solamente si sienten el calor de nuestro amor y bendición, sus corazones podrán liberarse de la amargura, de los celos y la envidia, y del odio acumulado en su corazón. No se ablandan ni descongelan los corazones si están inmersos en la envidia y en la amargura. Se quiebran, se rompen. No es precisamente cuando la gente se siente amargada cuando esté dispuesta a admitir lo erróneo de su manera de ser y lo injusto de su odio. Los corazones comienzan a percibir lo erróneo y disparatado de su odio sólo cuando su “enemigo” -que es el objeto mismo de esa envidia y de ese odio- es en sí mismo lo bastante fuerte como para no responder con la misma moneda, sino al revés, cuando es fuerte para absorber el odio como lo que en sí es: amor herido, amor congelado, cuando desearía ser cálido y cercano.
León Tolstoy dijo una vez: “Solo hay un camino para acabar con el mal, y ése es devolver bien por mal”.