Una de las características maravillosas de los niños pequeños es su honestidad emocional. Ellos no esconden sus sentimientos ó sus deseos. No tienen ninguna sutileza. Cuando quieren algo, simplemente lo exigen, gritan, lloran, se arrebatan las cosas los unos a los otros. Y no se avergüenzan de nada de esto. No piden disculpas por ser egoístas, ni lo disfrazan.
A medida que crecemos llegamos a ser emocionalmente más disciplinados y la mayor parte de esto lo dejamos atrás. Sin embargo, también nos volvemos mucho menos honestos emocionalmente. Nuestro egoísmo y nuestros defectos se vuelven menos groseros, sin embargo, en este lado de la eternidad, nunca desaparecen realmente, unicamente se vuelven más sutiles.
La iglesia, clásicamente, habla de lo que llama los "siete pecados capitales": el orgullo, la envidia, la ira, la pereza, la avaricia, la gula y la lujuria. Cómo se manifiestan estos en sus formas más burdas es evidente, sin embargo, ¿cómo se manifiestan estos en sus formas más sutiles? ¿Cómo se manifiestan en la personas supuestamente maduras? Los grandes escritores espirituales siempre han tenido varios tratados, algunos agudos que otros, sobre lo que ellos llaman las faltas religiosas de aquellos que están más allá de la conversión inicial. Y es importante que nos veamos a nosotros mismos con una honestidad desnuda y nos preguntemos cómo hemos transformado las faltas burdas de los niños en las faltas más sutiles de los adultos. ¿Cómo, por ejemplo, se manifiesta el orgullo en nuestras vidas en sus formas más sutiles?
La famosa parábola del fariseo y el publicano, es probablemente la mejor descripción que hace Jesus sobre cómo el orgullo pervive en nosotros durante nuestros años de mayor madurez. El fariseo, villanizado en esta historia, esta precisamente orgulloso de su madurez espiritual y humana. Ese es el sutil orgullo del cual nos es casi imposible librarnos. A medida que maduramos, moral y religiosamente, es casi imposible que no compararse con otros que están sifriendo, y no sentir una cierta presunción de que nosotros no somos como ellos, y un cierto desdén por su condición. Los autores espirituales a menudo describen el problema de esta manera: El orgullo en la persona madura toma la forma de negarse a ser pequeños ante Dios y se niega a reconocer adecuadamente nuestra interconexión con los demás. Es un rechazo a aceptar nuestra propia pobreza, es decir, reconocer que estamos de pie ante Dios y ante los demás con las manos vacías, y que todo lo que tenemos y hemos logrado, ha llegado a nosotros por pura gracia más que por nuestros propios esfuerzos.
Durante nuestra adultez el orgullo a menudo se disfraza de humildad, lo cual es una estrategia para seguir realzándose. Se requiere aceptar de corazón la invitación de Jesús: ¡El que quiera ser el primero, sea el último y el servidor de todos! Luego, a medida que vamos tomando el último lugar y sirviendo, no podemos dejar de sentir complacencia con nosotros mismos, y nos damos cuenta en secreto de que nuestra humildad es en realidad una superioridad y algo por lo que más tarde seremos reconocidos y admirados.
Además, a medida que maduramos, el orgullo adquirirá su rostro más noble: empezamos a hacer las cosas bien por las razones correctas, aparentemente, aunque a menudo nos engañamos a nosotros mismos, ya que, al final, seguimos haciéndolo al servicio de nuestro propio orgullo. Nuestra motivación hacia la generosidad es a menudo inspirada más por el deseo de sentirnos bien con nosotros mismos, que por verdadero amor hacia los demás. Por ejemplo, un número de veces durante mis años de ministerio, he tenido la tentación de mudarme al centro de la ciudad, para vivir entre los pobres, como un signo de mi compromiso con la justicia social. Un buen director espiritual me hizo caer en la cuenta, al menos en mi caso, que tal medida, sin duda, haría mucho más por mí que por los pobres. Mi cambio me haría sentir bien, mejoraría mi estatus entre mis colegas, y quedaría maravilloso en mi curriculum vitae, pero no haría mucho por los pobres, a menos que yo cambiara más radicalmente mi vida y ministerio. En última instancia, serviría a mi orgullo más de lo que serviría a los pobres.
Ruth Burrows advierte que esta misma dinámica se sostiene en términos de nuestra motivación para la oración y la generosidad. Así, escribe: "La forma en que nos preocupamos del fracaso espiritual, la incapacidad de orar, las distracciones, pensamientos feos y las tentaciones de las cuales nos podemos deshacer… no es porque defraudemos a Dios, porque no lo es, sino es porque no somos tan hermosos como nos gustaría ser ".
Y el orgullo sutil, invariablemente, lleva consigo el juzgar condescendientemente a los demás. Esto lo vemos con mayor fuerza tal vez en el período inmediatamente después de la primera conversión, cuando como jóvenes amantes, los recientes conversos religiosos y neófitos en el servicio y la justicia, todavía atrapados en el fervor emocional de la luna de miel, piensan que solo ellos saben cómo relacionarse con otros, con Jesús, y con los pobres. El fervor es admirable, sin embargo, el orgullo siempre genera un par de hijos horribles: la arrogancia y el elitismo.
El orgullo está íntimamente ligado a nuestra naturaleza y en parte es saludable, sin embargo, el mantenerlo sano es una lucha moral de toda la vida.