Los Reyes Magos venidos a Belén para adorar al Rey recién nacido no estaban solos. Para cargar y descargar los camellos, cada uno de ellos iba acompañado por un paje.
Como bien sabéis, uno de los Magos llevaba oro, el otro incienso y el tercero mirra. Todas las tardes los pajes descargaban sus preciosos fardos del lomo de los camellos, abrevaban a los animales y luego cumplían diligentemente los últimos deberes de la jornada.
Una noche, poco antes de acostarse, Rubén, el paje del rey Baltasar, salió a respirar una bocanada de aire y a admirar las estrellas. Esperaba ser hábil como su amo y reconocer en lo alto del firmamento al astro luminoso que los Magos seguían escrupulosamente. Pero Rubén veía en el cielo una polvareda tan densa de puntos luminosos, que pensaba que su camino era un poco azaroso, como el de un viajero que gira en redondo tratando de orientarse de alguna manera.
Entonces el paje decidió irse a dormir y, desilusionado, bajó los ojos y volvió a la tienda mirándose la punta de los zapatos. Y lo que vio brillar no estaba en el cielo, sino en la tierra, a sus pies.
Una moneda de oro, sin duda caída del tesoro de su amo.
Estaba allí, sola, y nadie se había dado cuenta. "¡Magnífico!", murmuró el paje. «También yo tendré un regalo para el Rey que vamos a visitar. Le diré: "Señor mío, he conservado esta preciosa moneda sólo para ti y te la regalo para probarte mi devoción y la fidelidad que me ligará a ti también en el futuro". "¡Mentiroso! ", gritó el paje Eleazar que estaba observándolo. "Te he visto recoger la moneda: no es tuya. Es una moneda robada".
"¡Asqueroso espía envidioso!", gritó Rubén mostrando los puños. "Si dices una palabra, me las pagarás".Los dos pajes se marcharon a dormir rabiosos.
Pero el sueño de Rubén fue agitado.
En un primer momento, se veía vestido con su vestido más bonito regalando su moneda al joven Rey coronado y se sentía feliz y honrado. Más tarde, mientras estaba en compañía de los notables del Reino, los compañeros lo denunciaban, y el Rey mandaba azotarlo y echado fuera de palacio.
Pasó un día, pasó otra noche y después otro día.
En la mañana del tercer día, el paje tenía el rostro tenso y los ojos cansados. "¿Qué tienes, mi pequeño paje?", le preguntó el rey Baltasar. "¿Has perdido algo importante? ¿Por qué tienes ese aire de preocupación?"."No me pasa nada", respondió el muchacho, que no deseaba que le preguntaran.
"Sí, sí", replicó el Rey. "Tú has perdido la cosa más importante. Has perdido la alegría de vivir y el buen humor".
Durante todo el día Rubén evitó las miradas de los otros pajes. Efectivamente, no era feliz. El silencio se había convertido en una losa pesada para todos. Nadie podía ayudarlo, al ignorar el drama que lo agitaba. Pero por la noche, mientras todos deshacían los bultos, el paje, llorando, dejó la moneda junto con las otras, en el tesoro del amo.
Cuando finalmente llegaron ante el Rey niño, los tres Magos se arrodillaron y ofrecieron sus dones. Después fueron invitados los pajes.
El primero dio al Niño un beso; el segundo, un ramito de flores del campo. Cuando llegó su turno, Rubén tenía los ojos llenos de lágrimas y, mientras alargaba los brazos para dar a entender que no tenía nada que regalar, una lágrima cayó sobre su mano vacía.
Con inmenso estupor, todos vieron al Niño despertarse, posar su manita en las del paje y estrechadas. Después el Niño sonrió y el paje abrió su mano. La lágrima se había transformado en una perla que llenó de resplandores la estancia. Y en el cielo los ángeles se pusieron a cantar.