“¡Nadie entra en el cielo sin una carta de recomendación de los pobres!” Este axioma se le atribuye a James Forbes, el pastor protestante de Riverside Church en la ciudad de Nueva York.
Tiene razón. Si hemos de creer en Jesús, entonces debemos creer que los pobres están ante nosotros siempre como el lugar donde somos juzgados. Llegamos al cielo (o no llegamos) basados en nuestra respuesta a los pobres. La cruz de Cristo es la clave para la vida, y la cruz se erige para siempre en el lugar donde los excluidos, los pobres, sufren. Solamente en ese lugar podemos aprender la sabiduría-crucificada que, al fin y al cabo, nos coloca dentro del círculo del discipulado, o, dicho de otra manera, nos abre las puertas del cielo.
Pero, como sabemos, no es fácil alimentar realmente al hambriento, vestir al desnudo, consolar al triste o ayudar al oprimido. ¿Por qué?
Sobre todo, porque nunca los vemos. Pensamos que los vemos, pero en realidad no es así. De hecho, los evangelios acentúan eso cuando advierten sobre los peligros de la riqueza; es decir, la riqueza nos ciega de tal forma que no vemos a los pobres.
Percibimos esto claramente en la famosa parábola del evangelio sobre el rico epulón, que cena suntuosamente cada noche, mientras que un pobre pordiosero, Lázaro, se sienta bajo su mesa y come las migajas que caen de la misma. El rico muere y va al infierno, y desde allí ve finalmente a Lázaro, lo que implica que antes no le había visto nunca, aunque Lázaro se había sentado a pocos metros de él durante su vida.
John Donahue, experto bíblico, pone especial énfasis sobre esta parábola: “El rico es condenado no porque es rico, sino porque no vio nunca a Lázaro a su puerta: La primera vez que lo ve es desde el infierno, subrayado por la frase en cierto modo solemne, “Alzó los ojos, y vio”. Aquí el texto es amargamente irónico. En vida había un abismo entre él y Lázaro a causa de la riqueza y el poder; después de la muerte existe todavía ese abismo”.
El peligro real de la riqueza es que causa una “ceguera” que nos vuelve incapaces de ver a los pobres. Jean Vanier, en las Conferencias Massey en la Universidad de Toronto, al final de los 1990, puso énfasis en lo mismo: El “gran abismo que no se puede franquear” -sugiere él- existe ya ahora, en la distancia actual entre ricos y pobres. La vida futura no hace más que eternizar una situación actual en la que los ricos y los pobres están separados de tal forma que uno no puede cruzar hacia espacio del otro. ¿Por qué?
Según los evangelios, la razón más importante es que los ricos sencillamente no ven a los pobres.
Es fácil no captar aquí bien la idea: Jesús no dice que la riqueza sea mala. Tampoco dice que los pobres sean virtuosos y los ricos no lo sean. Efectivamente, los ricos son con frecuencia tan virtuosos como los pobres, en su vida privada. Nosotros a veces ingenuamente pintamos la pobreza como más atractiva, pero la pobreza no es hermosa y, con frecuencia, tampoco es particularmente moral.
Cantidad de violencia, crimen, irresponsabilidad sexual, ruptura o fracaso familiar, drogadicción y monstruosidades de todo tipo, ocurre en el lado más pobre del camino. Los ricos no son peores que los pobres en estas cosas.
Pero donde los ricos son peores es en visión, en percepción ocular. Cuando somos ricos, tenemos una connatural incapacidad para ver a los pobres y, al no verlos, nunca aprendemos la sabiduría del crucificado. Por eso, como dijo Jesús, es difícil para un rico entrar en el reino de los cielos.
Por eso también se les hace difícil a las naciones ricas y a las personas ricas cruzar el gran espacio que nos separa de los pobres. Lo intentamos, pero en la nación más rica del mundo, los Estados Unidos de América, uno de cada seis niños se sitúa por debajo de la línea de pobreza, y, a nivel mundial, a pesar de todos los recursos y buena voluntad en este planeta, mil millones de seres humanos subsisten con menos de un dólar diario, y treinta mil niños mueren cada día de enfermedades que pudieran prevenirse con facilidad simplemente abasteciendo de agua limpia potable. Hay un abismo intermedio entre ricos y pobres, y no encontramos modo de cruzarlo.
Vemos -¡pero no vemos! Sentimos pena por los pobres -pero en realidad ¡no sentimos pena por ellos! Intentamos llegar a ellos –pero nunca logramos cruzar el abismo. El abismo entre ricos y pobres en realidad se está ensanchando, no estrechando. Se está ampliando a nivel mundial, entre naciones, y se está ampliando casi en cada cultura. Los ricos se vuelven cada vez más ricos y los pobres se quedan atrás, abandonados cada vez más lejos. Casi todo el boom económico de los últimos veinte años ha enviado su ganancia inesperada directamente hacia la cima, hacia la parte más rica de la sociedad, beneficiando a los que ya gozan de la parte mayor del pastel.
Lo que Jesús nos pide es simplemente que “veamos” a los pobres, que no permitamos que la opulencia (y la sociedad de consumo) llegue a ser un narcótico que elimine nuestra visión. La riqueza no es mala, ni la pobreza es hermosa. Pero, nadie logra entrar en el cielo sin una carta de recomendación de los pobres.