Cualquier cosa que atéis en la tierra será atada en el cielo, y cualquier cosa que desatéis en la tierra será desatada en el cielo. Sabemos que esto funciona para el amor. ¿Funciona también para el odio? ¿Puede seguirnos el odio de alguien, aun en la eternidad?
En su reciente novela Payback, Mary Gordon platea esa cuestión. Su historia se centra en dos mujeres, una de las cuales, Agnes, ha hecho daño a la otra, Heidi. El daño había sido involuntario y accidental; pero había sido profundo, tanto que para ambas mujeres quedó como veneno en sus almas durante los siguientes cuarenta años. La historia traza sus vidas durante esos cuarenta años, en los que nunca se ven; ni siquiera conocen sus paraderos, pero permanecen obsesionadas una con otra: una alimentando un daño, y la otra una culpa por ese daño. La historia culmina finalmente con Heidi buscando ansiosamente a Agnes con el fin de hacerle frente para pagar con la misma moneda. Y esa paga es el odio, un odio real y perverso, una maldición, con promesa de durar hasta la muerte, asegurando que Agnes nunca estará libre de ella durante el resto de su vida.
Agnes no sabe qué hacer con ese odio, que domina su mundo y envenena su felicidad. Se pregunta si también dará otro color a su eternidad: “Su último encuentro con Heidi había turbado su creencia en la duración de los lazos del amor. Porque si el amor iba a alguna parte después de la muerte, ¿dónde, entonces, estaba el odio? Ella había entendido, en el caso de Heidi, que era la otra cara de la moneda del amor. Aun después de la muerte, ¿la seguiría el odio de Heidi, echando a perder su eternidad, la quebrantada nota en la armonía, el oscuro borrón en el resplandor? Desde que Heidi había vuelto a entrar en su vida, Agnes, por primera vez, había estado ciertamente temerosa de morir. Tenía que hacerse creer que el amor de los que la amaban la envolvería siempre… custodiándola del odio y la fealdad que Heidi le había mostrado. Debía creerlo; de lo contrario… si no, era demasiado intolerable incluso de nombrar”.
Gabriel Marcel afirma correctamente que amar a alguien es asegurar que esta persona nunca pueda perderse, que (mientras el amor continúe) nunca pueda ir al infierno. Por ese amor, el otro siempre está conectado (“ligado”) a la familia del amor y finalmente al ciclo del amor en Dios. No obstante, ¿es, por tanto, esto también cierto para el odio? Si alguien os odia, ¿puede eso tocaros eternamente y contaminar algo del gozo del cielo? Si el amor de alguien puede manteneros por toda la eternidad, ¿puede el odio de alguien hacer lo mismo?
Esta no es una cuestión fácil. Atar y desatar, según expresó Jesús, funcionan de ambas maneras, con amor y con odio. Nos liberamos unos a otros por medio del amor, y nos atamos unos a otros por medio del odio. Sabemos eso por experiencia, y en un lugar profundo dentro de nosotros intuimos su gravedad. Por eso tanta gente busca la reconciliación en sus lechos de muerte, queriendo como su último deseo no dejar este mundo sin hacer las paces. Pero, triste hecho, a veces dejamos esta vida sin reconciliarnos, con el odio que nos sigue hasta el interior de la tumba. ¿También esto nos sigue hasta la eternidad?
La elección es nuestra. Si respondemos al odio con el odio, este nos seguirá hasta la eternidad. Al contrario, si por nuestra parte buscamos la reconciliación (tanto cuanto sea posible práctica y existencialmente), entonces ese odio ya no puede atarnos; la cuerda será rota, rota desde nuestro extremo.
León Tolstoi dijo una vez: Sólo hay una manera de poner fin al mal, y es hacer el bien en vez del mal. Vemos eso en Jesús. Algunos los odiaban, y él murió así. Sin embargo, ese odio perdió su poder sobre él porque él rehusó responder del mismo modo. Mejor dicho, devolvió amor en vez de odio, comprensión en vez de desavenencia, bendición en vez de maldición, amabilidad en vez de resentimiento, fidelidad en vez de rechazo, perdón en vez de asesinato. Pero… eso supone una rara e increíble fuerza.
En la afirmación de Gabriel Marcel (si amamos a alguien, esa persona nunca se puede perder) hay una advertencia implicada, a saber, que el otro no rechace voluntariamente nuestro amor ni elija abandonarlo. Lo mismo resulta cierto para el odio. El odio de otra persona nos atrapa, pero sólo si nos encontramos con él en sus propios términos, odio por odio.
No podemos hacer que alguien deje de odiarnos, pero podemos rehusar odiarlo y, en ese momento, el odio pierde su poder de atarnos y castigarnos. Por supuesto, esto no es fácil, ciertamente no a nivel emocional. El odio tiende a disponer de un dominio enfermizo y diabólico sobre nosotros, paralizándonos la verdadera fuerza que necesitamos para dejarlo marchar. En ese caso, aún queda otro detalle salvífico: Dios puede hacer por nosotros cosas que nosotros no podemos hacer por nosotros mismos.
Así, al fin, como Juliana de Norwich enseña (y como nuestra fe en la compasión y comprensión de Dios nos permite saber) todo sin excepción estará bien, a pesar del odio.