La celebración es algo paradójico, creado por una interacción dinámica entre la anticipación y la realización o cumplimiento, entre el anhelo y la consumación, entre lo ordinario y lo especial, entre el trabajo y la diversión.
La vida y el amor deben celebrarse dentro de un cierto ritmo “ayuno-fiesta”. Tiempos de diversión siguen, de la forma más provechosa, a etapas de trabajo; tiempos de consumación se realzan con etapas de anhelo, y tiempos de intimidad crecen partiendo de etapas de soledad. La presencia depende de la ausencia, la intimidad de la soledad, el juego o diversión dependen del trabajo. ¡Hasta Dios mismo descansó, pero solamente después de trabajar seis días!
Nosotros forcejeamos hoy con esto. Muchas de nuestras fiestas resultan sosas, sin gracia, porque no ha habido un ayuno previo. En otros tiempos, por lo general había un largo ayuno que precedía y conducía a una fiesta. Y entonces seguía una celebración gozosa. Hoy en día hemos invertido el proceso: hay una celebración prematura y prolongada que conduce a la fiesta; y después viene el ayuno.
Tomemos como ejemplo la Navidad: El tiempo de Adviento, en efecto, da comienzo a la celebración de Navidad. Aparecen ya las fiestas, las cenas, las compras, los regalos, las decoraciones y las luces, y comienza a sonar la música típica de Navidad. Cuando por fin llega la Navidad, estamos ya saciados de los deleites y encantos del tiempo navideño; nos sentimos cansados, saturados con las cosas de Navidad, listos ya para seguir adelante en la vida normal. El día mismo de Navidad estamos ya dispuestos a volver a la vida ordinaria. El tiempo de Navidad solía durar antes hasta principios de febrero. Ahora, siendo realistas, se acaba el 25 de Diciembre.
Pero no ha sido así siempre. Tradicionalmente la tensión y progresión iban dirigidas hacia la fiesta; la celebración venía a continuación. Hoy en día la fiesta llega primero, el ayuno viene después. Pero esto en realidad nos hace más pobres. Sin un previo ayuno no hay mucha sublimidad en la fiesta.
A un colega mío le gusta decir que nuestra sociedad sabe cómo anticipar un acontecimiento, pero no cómo mantenerlo. Eso es verdad sólo en parte. No es tanto que no sepamos cómo mantener algo, sino que no sabemos cómo anticiparlo y prepararlo propiamente. Mezclamos la anticipación con la celebración misma porque nos resulta difícil vivir sin consumación y en tensión no cumplida o calmada. Y no nos preocupamos por resolverlo. El anhelar y el ayunar no son precisamente nuestro punto fuerte; tampoco lo es el festejar o celebrar. Porque no podemos progresar propiamente hacia la fiesta, tampoco podemos celebrarla propiamente.
Tenemos que alimentar la celebración a base de paradoja: Para festejar o celebrar, tenemos antes que ayunar; para llegar a una auténtica consumación en el amor debemos primero vivir en castidad; y para degustar lo que es especial, tenemos que haber experimentado previamente lo ordinario. Cuando el ayuno, la falta de consumación y el ritmo ordinario de la vida sufren un cortocircuito, entonces la fatiga del espíritu, el aburrimiento y la decepción reemplazan a la celebración y nos quedamos invariablemente con el sentimiento de vaciedad: “¿Eso es todo?”, decimos. Pero nos
pasa eso porque hemos provocado un corto circuito, un atajo, en un largo proceso. Algo puede llegar a ser realmente sublime sólo si antes se da un proceso de sublimación.
Soy suficientemente “viejo” para haber conocido otros tiempos. Como nuestro tiempo actual, aquel tenía también sus fallos, pero tenía también sus puntos fuertes. Uno de estos puntos fuertes consistía en la creencia, una creencia viva, de que la celebración depende de un previo ayuno y de que lo sublime exige un previo proceso de sublimación. Guardo clara memoria de los tiempos de Cuaresma de mi infancia. ¡Qué estricto era entonces aquel tiempo! Ayuno y renuncia: sin bodas, sin bailes, con fiestas reducidas, pocas bebidas, postres solamente los domingos y, hablando en general, había “menos” de todo aquello que constituyera algo extraordinario y sugiriera celebración. Las iglesias se cubrían de morado. ¡Los colores eran oscuros y la atmósfera era penitencial, pero la fiesta que seguía, la Pascua, era realmente especial!
Quizás sea mi nostalgia la que habla, mayormente; después de todo, yo era joven entonces, ingenuo y carente de malicia y dispuesto a encontrarme con la fiesta de Pascua y con otras celebraciones con un espíritu más anhelante. Puede que sea así, pero el clima especial que rodeaba las fiestas ha muerto debido a otra razón, a saber, ya no las anticipamos ni nos preparamos para ellas de forma apropiada. Hacemos atajos y corotocircuitos en el ayuno, en la falta de consumación y en el anhelo requerido previamente. Dicho sencillamente, ¿cómo puede ser especial Navidad cuando llegamos al 25 de diciembre exhaustos de cenas y fiestas navideñas? ¿Cómo puede ser “especial” la fiesta de Pascua de Resurrección cuando hemos tratado a la Cuaresma justamente como cualquier otro tiempo litúrgico? ¿Cómo, realmente, puede algo ser sublime cuando hemos perdido nuestra capacidad de sublimación?
Hoy en día la ausencia del elemento “especial” genuino y del placer en nuestra vida se debe en gran parte al colapso de este ritmo. En una palabra, la Navidad ya no es especial porque la hemos celebrado ya durante el Adviento, las bodas ya no son especiales porque el novio ha dormido ya con la novia, y experiencias de todo tipo son con frecuencia sosas, sin mordiente e incapaces de excitarnos, porque las hemos experimentado prematuramente. La experiencia prematura es mala sencillamente porque es prematura; no hay otra razón. Celebrar la Navidad durante el Adviento, celebrar Pascua de Resurrección sin ayunar previamente, provocar el cortocircuito del deseo en cualquier área es como dormir con la novia antes de la boda, un fallo en la castidad. Toda experiencia prematura tiene el efecto de drenarnos de gran entusiasmo y grandes expectaciones (que sólo pueden formarse por medio de la sublimación, la tensión y el penoso esperar).
Estamos ahora justamente en tiempo de Cuaresma. Si empleamos este tiempo para ayunar, para intensificar nuestro anhelo, para levantar nuestra temperatura síquica, y para aprender qué tipos de gestación pueden desarrollarse en el crisol de la castidad, entonces la fiesta posterior tendrá la posibilidad de ser sublime.