Juan Pablo II conocía muy bien las deficiencias y los fallos reales en el modo concreto de entender y de ‘vivir’ la vida consagrada, por parte de las personas y de sus respectivas instituciones. Pero, prefirió colocarse siempre en el realismo de la gracia, de la fidelidad inquebrantable del Padre a sus planes de amor, del impulso vigoroso del Espíritu, de la ejemplaridad histórica de la inmensa mayoría de las religiosas y de los religiosos, y del ‘poder seductor’ de Jesús, del atractivo irresistible de la belleza divina, del aliento maternal de María, de la fuerza contagiosa del ideal, y también de la fundamental buena voluntad de las mismas personas consagradas.
Por eso, aunque más de una vez hace referencia explícita a los problemas y a las dificultades reales de la vida consagrada de hoy, predomina con mucho -a lo largo de todo su magisterio y, especialmente, en la exhortación apostólica Vita Consecrata– un tono claramente positivo, optimista y alentador:
En el Sínodo sobre la vida consagrada, hubo quienes hicieron una relación detallada y minuciosa de esas deficiencias y de esos fallos de la vida consagrada actual, en sus distintas formas. Y lo hicieron en tono casi apocalíptico, capaz de provocar el mayor pesimismo. Sin embargo, el mismo Sínodo -en cuanto tal-, aun siendo consciente de la gran parte de verdad que encerraban esos análisis de situación, prefirió adoptar, en sus Propuestas finales, un tono decididamente positivo, alentador y optimista, urgiendo siempre a una creciente fidelidad.
La corrección, cuando es de verdad evangélica (cf Mt 18, 15) sirve siempre de estimulo y de aliento. Porque -antes- sabe conocer y reconocer lo mucho que hay de positivo en las personas y en las instituciones. Quien, por el contrario, se fija casi exclusivamente en lo que todavía les falta y no en lo que ya han conseguido; o se detiene mucho más en las deficiencias que en los logros, no actúa como verdadero instrumento del Espíritu Santo. Tampoco, el que cree que la corrección es su principal -y casi único- deber. Y olvida -o no practica- el reconocimiento sincero y la sincera alabanza por tantas ‘cosas’ buenas y tan altamente positivas como existen, concretamente, en los religiosos y religiosas y en la misma vida consagrada. Pues, de hecho, no sabe alentar, promover, animar y fortalecer, como signo eficaz y principio activo de animación-comunión, dejando que el aliento y la fuerza del Espíritu Santo pasen, a través de su propia acción, a los demás (cf 2 Cor 1, 3-7). Por eso, aunque lo haga con la mejor voluntad y -en su intención- pretenda suscitar la verdadera fidelidad, lo que consigue o lo que de hecho ‘fomenta’ es des-alentar y des-animar.
Es cierto, dolorosamente cierto, que ha habido algunas voces concretas, que se han extralimitado en sus afirmaciones o en sus críticas a la misma Jerarquía. Pero, lo han hecho por su cuenta y riesgo, y sin contar con el respaldo de la propia Institución. ¿Por qué, entonces, se emiten a veces algunos juicios casi ‘universales’ y ampliamente ‘generalizados’ y sin matices, sobre los religiosos y religiosas, en general, o sobre todo un Instituto de vida consagrada? Lo mínimo que se puede decir, en esos casos -sin caer en lo mismo que ahora se critica-, es que, objetivamente, no se trata de un juicio evangélico, y ni siquiera justo, porque no responde a la verdad verdadera.