En Graciela he visto a “Marta y María”, el regalo dado y el regalo recibido. He visto repetidas veces a una gran mujer, en la medianía de su vida, anclada en su hogar, unida fielmente a su esposo José Luis al que desde hace dos años una parálisis le dejó su cuerpo y parte de su cerebro dañados para siempre. José Luis, fue durante muchos años conductor de autobuses; hoy se encuentra postrado, casi no quiere caminar; permaneció en coma casi un mes. Necesita todos los cuidados, todas las atenciones, se conduce casi como un niño, no puede quedarse solo, sus reacciones son imprevisibles, es necesario estar permanentemente a su lado.
Graciela se deshace y se desvive por su esposo. Es su amor. Permanece enamorada en la cruz de tantos días que tanto le pesan. “Padre Salvador, ya son muchos meses y mucha carga. Un día tras otro ya me pesan mucho. Nos hemos quedado solos. Ya no nos visitan…” Así se desahogaba en una de las visitas y en uno de los bellos y duros encuentros que pude tener en su casa. Me dice también que hace tiempo que perdió la sonrisa y que sus dos hijos adolescentes no saben por qué tuvo que ocurrir esa desgracia a su padre. Los medios económicos de esta pobre familia son muy escasos y casi no les alcanza para terminar bien cada semana. Cuando tienen que viajar al hospital para realizar algún análisis, consulta con el doctor, revisión médica… se agrava más la situación porque los desplazamientos son muy caros y no les alcanza para cubrir tantos gastos.
“¿Cuándo respira usted? ¿Cuándo descansa?”, le pregunté. La respuesta que me dio me dejó sobrecogido. “Todas las tardes hago oración con el evangelio del día. La Palabra de Dios me ayuda mucho, me da fuerzas para seguir, para estar aquí, para amar y cuidar a José Luis, para trabajar por mis hijos. Ellos son mi vida”. Guardé silencio y dejé que la lección que esta sencilla y sacrificada mujer me estaba regalando fuera el tesoro íntimo recibido en una visita de amistad. Mi vida sacerdotal y misionera fue visitada por una buena mujer, con el rostro cansado, acostumbrada al sufrimiento, abierta a la gracia, con mucha paz, con Dios en sus labios y en su serena mirada. Así encontré a “María”. Antes de finalizar la visita, siempre me invitaba a orar con José Luis para dar gracias, pedir una bendición a Dios, interceder por los hijos, aceptar la voluntad del Señor, permanecer unidos a Él, leer la Palabra del día, rezar un Padre nuestro… Pero también encontré a “Marta”: laboriosa, muy trabajadora, abriendo siempre la puerta de la casa, sin parar de lavar, cocinar, coser, planchar, cuidar el jardín, sin salirse de sus cuatro paredes. Aceptando la dura realidad que le había tocado vivir, sufriendo el dolor de su esposo, sin indagar el porqué de la enfermedad, sin rebelarse, ha reducido la intensidad de su aflicción y desesperación. Ha comenzado a recuperar las fuerzas para estar bien con José Luis.
Ahora dice sí al sufrimiento que ha visitado su vida y su hogar. Lo acepta, no lo esquiva, lo combate con las armas de la oración, la caricia y la dedicación exclusiva. En Dios encuentra la fuerza necesaria para vivir cada día. Esta mujer fuerte hace tiempo que “vistió el dolor de plegaria; la soledad de esperanza. Sirvió, consoló, dio fuerzas, guardó para sí sus penas”.
Esta mujer es una contemplativa en acción, es una roca firme donde se construye la iglesia doméstica. Ella, de forma callada, no deja de amar y trabajar. Sabe también dejar su actividad para estar con el Señor de forma serena, sosegada, esperando su Palabra, su consuelo, su fortaleza. Esta mujer, grande de espíritu, no ha dejado en ningún momento de dar vida, de ser fiel, de estar al pie de la cruz esperando el día de la resurrección.
Graciela irradia una luz peculiar, es una mujer de pocas palabras, de gran corazón. Ha conseguido una sabiduría capaz de transformar “lo escabroso en llano”. Me he sentido profundamente sorprendido por este regalo dado y recibido. ¡He visto a “Marta y María”!