Para el padre John Peter Olum, ugandés de 50 años, lo más importante de un sacerdote son sus manos. Me enseñó esta lección un 22 de diciembre de 2004 y la he vuelto a recordar estos días en que el Papa ha declarado abierto el año sacerdotal.
Aquel día por la mañana, John Peter subió a su destartalado coche pick-up en la parroquia de Puranga, un villorrio de la región Acholi azotado por la guerra desde 1986 en cuyo centro se apiñaban 40.000 almas en un campo de desplazados. Le acompañaban dos catequistas, con los que se dirigía a visitar una de sus muchas comunidades esparcidas por una extensa zona rural. Los caminos eran a menudo muy inseguros debido a la presencia de grupos de guerrilleros que campaban a sus anchas por aquellos fueros, pero hacía un mes que se había declarado un alto el fuego para hacer posible una negociación en la que todos ponían en aquel momento sus esperanzas. Parecía que el viaje sería seguro.
Quedaban tres días para celebrar la Navidad y el sacerdote llevaba un par de semanas visitando todas las comunidades de su extensa parroquia para preparar a la gente a vivir este acontecimiento con esperanza. Mientras conducía, charlaba animadamente con sus dos compañeros y les expresaba su alegría de poder pasar el día con la comunidad cristiana a donde se dirigía. Pasaban por una carretera de tierra en bastante mal estado que cruzaba un bosque cuando repentinamente sonaron varios disparos que en un momento destrozaron el parabrisas del coche. Habían caído en una emboscada. A duras penas consiguió el padre John Peter aferrarse al volante para evitar volcar, mientras sentía que algo que escapaba a su control le impedía cogerlo con la suficiente fuerza. Cuando finalmente logró detenerse todo sucedió muy rápido. Uno de los catequistas había escapado corriendo como una exhalación, el otro yacía muerto a su lado, y John Peter tenía las manos cubiertas de sangre.
Ni siquiera le dio tiempo a ver a los jóvenes guerrilleros vestidos con uniformes harapientos y peinados con trenzas que acudieron raudos apuntándoles con sus fusiles y en un instante desvalijaron lo poco de valor que pudieron encontrar en el coche. Cuando hubieron desaparecido, el sacerdote intentó salir pero se dio cuenta que algo se lo impedía. Aturdido y presa de un dolor que aumentaba progreesivamente, le costó varios minutos darse cuenta de que había recibido cinco impactos de bala: dos en un pie y uno en la mano derecha y dos en la izquierda.
Pasaron muchos minutos antes de que alguien acudiera finalmente en su auxilio y le trasladara a Gulu, a unos 100 kilometros del lugar del suceso. Recuerdo muy bien el momento en el que le ví entrar en el hospital de la misión, camino del quirófano. Transmitía una gran serenidad. Cuando le saludé me enseñó las manos y me dijo: “Por favor, reza para que no me las tengan que amputar”.
Llegó el día de Navidad, y cuando regresé de mi parroquia entré en la habitación donde estaba hospitalizado. Le encontré, aún con las manos vendadas, celebrando misa en su cama asistido por otros dos sacerdotes. No se me olvidará nunca el momento en que le ví levantar la hostia con sus frágiles dedos mientras se le escapaba una lágrima. Cuando terminó aquella doliente liturgia y me saludó se le iluminaron los ojos al decirme “sólo me han amputado dos dedos, estoy muy contento porque me han dicho que no perderé las manos. Hoy ha sido el primer día que he podido celebrar. Tenía miedo de que no podría volver a hacerlo”.
Han pasado cuatro años y medio y en este tiempo el padre John Peter Olum ha sufrido otras tres operaciones para intentar recomponer algunos de los muchos huesos destrozados por aquellas balas. Hoy es capellán de unas monjas en Gulu y cuando puede aún visita a sus antiguos feligreses de Puranga que se sienten orgullosos de él. Durante este tiempo le he visto muchas veces ir a visitar a guerrilleros que han dejado las armas para intentar reintegrarse a la vida civil y darles una palabra de ánimo. No es totalmente imposible que alguno de ellos fuera quien le disparó aquella mañana cercana a la Navidad . Aquella ráfaga le dejó las manos deformadas para siempre, pero no consiguió amputar de él su capacidad de perdonar, consolar, servir y seguir entregando a su sufrido pueblo el cuerpo de Aquel que durante estos años de dolor no ha dejado de acompañarles.