La predicación es un servicio esencial de la Iglesia primitiva y de la Iglesia actual. Hay personas que reciben el carísima de la predicación, pero toda la comunidad se siente corresponsable.
¿Qué pasa hoy con la predicación del evangelio?
Una célebre expresión de M. Dibelius «Al principio era la predicación» ha sido rechazada como abusiva en el sentido que le daba el autor: prácticamente la totalidad de la tradición sobre Jesús habría tenido como único lecho de su-pervivencia la predicación de la Iglesia en sus primeros años.
Pero lo que no puede cuestionarse es el papel primordial del anuncio oral en el origen y difusión del cristianismo. Los evangelios sinópticos han conserva-do una expresión recurrente cuyo sujeto es Jesús: «les anunciaba la palabra» (cf.v.gr. Me 4,33). El gran artífice de la primera expansión del cristianismo en el mundo pagano confiesa que su misión es el anuncio de la buena noticia (iCor 1,17; 9,16; etc.) y está convencido de que es el único modo de abrir el camino a la fe: «¿cómo creerán si no se les predica?» (Rm 10,14).
Aunque a gran distancia de los orígenes, el autor de Hechos no concibe a los apóstoles sino entregados «al servicio de la palabra» (Hch 6,4). Esa misma será la ocupación de «Los Siete»: Esteban predica en Jerusalén con poder irresistible (Hch 6,10); igualmente Felipe en Samaría (8,6), y otros Helenistas que, superando sucesivas barreras, se han desplazado hasta la populosa Antioquía del Orantes (11,20).
EN UN MEDIO HABITUADO A LA ORATORIA
En Israel existe una vieja tradición de predicación. En el Pentateuco Moisés y Aarón son presentados frecuentemente arengando al pueblo; lo mismo realizará Josué y jefes político-guerreros posteriores. Pero los maestros de la predicación en Israel son los profetas, tanto los verdaderos como los falsos. A partir de la aparición de la sinagoga (¿época del exilio?) existe una predicación regular y sistemática en torno a la Biblia, cuyos contornos se van perfilando progresivamente. Esta tarea de anuncio no está reservada a un grupo determinado de personas; es natural que los rabinos asiduos a una determinada sinagoga tengan en ella una preferencia en la función de enseñanza; pero existe la cortesía, por ejemplo, de conceder la palabra a visitantes eventuales del encuentro sinagogal (cf. Le 4,16ss; Hch 13,15). Se entiende, naturalmente, que no está igualmente capacitado quien no ha sido discípulo de rabino que quien tiene letras (cf. Jn 7,15; Me 6,2s). Independientemente de la regular actividad sinagogal, existe en la Palestina del tiempo de Jesús y poco posterior, una actividad «profética» más eventual.
En el mundo helenista es conocida la figura del charlatán popular, portador de teorías más o menos filosóficas y conocimientos religiosos. Quizá la descripción de Pablo en Atenas (Hch 17,17ss) responde tanto, o más, a este estereotipo popular conocido por Lucas que a una tradición paulina precisa. Más seguro es el hecho de que Pablo, muchos años antes, temiese que los tesalonicenses, a quienes tuvo que abandonar prematuramente a causa de persecución, le tomasen por un embaucador religioso cualquiera ávido de unas ganancias pecuniarias a cambio de su palabrería (cf. Hch 2,3ss). Incluso dentro de la Iglesia Pablo conoce a quienes trafican con la palabra (2Cor 2,17).
UNOS PREGONEROS IMPROVISADOS
La convicción generalizada en el cristianismo primitivo es que la fuerza de persuasión no es de los apóstoles, sino de Dios. Hch 4,13 habla de la admiración de las autoridades de Jerusalén ante la predicación de unos varones rudos e iletrados. Pablo sabe que carece de los recursos de la elocuencia humana; es más bien un vaso de barro portador de un tesoro (2Cor 4,7), alguien que no está a la altura de la encomienda («nuestra capacitación procede de Dios»: 2Cor 3,5).
No es extraño que, a veces, el mensajero se encuentre con el menosprecio, bien debido a la falta de recursos oratorios («la palabra es menospreciable»: 2Cor 10,10), o de un mensaje atrayente («escándalo para los judíos y necedad para los griegos»: 1Cor 1,23), o bien a la carencia de contenidos convincentes («si nuestro evangelio es ininteligible…»: 2Cor 4,3).
Pero no faltan ejemplos de predica-dores competentes y capaces de entusiasmar al auditorio. El alejandrino Apolo es llamado por Hch 18,24 anér lógios (=varón elocuente), y los cristianos de Corinto -tan amantes del buen decir-desean que vuelva una segunda vez a donde ellos (1Cor 16,12: «no ha habido modo de que fuera ahora; irá en una mejor oportunidad»). Esto tiene la posible ventaja de afianzar la palabra predicada inicialmente, pero también el riesgo de la comparación y el partidismo (cf. 1Cor 1,11 ss). La importancia de la palabra es tal que la comunidad es conducida por aquellos a quienes escucha, y vivirá la unidad o la fragmentación según que ellos se complementen o se destruyan.
CONECTANDO CON LA SENSIBILIDAD DE LOS OYENTES
La predicación al judaísmo cuenta siempre con un punto de encuentro inicial: la vida religiosa del pueblo de Israel y sus esperanzas mesiánicas. Entre los apóstoles y sus oyentes existe una sintonía de antemano; Pedro no se presenta a sus oyentes como un extraño, sino en profunda comunión; les llama «hermanos» (Hch 2,29), les menciona a «nuestro(s) padre(s)» (Hch 4,25; 5,30) y emplea constantemente el pronombre «nosotros».
Antes de entrar en tema explícitamente cristiano, menciona la común historia salvífica: Abrahán, Moisés, los profetas y los acontecimientos más recientes, con la preocupación de exculpar al pueblo judío en la medida de lo posible: «sé que actuasteis por ignorancia» (Hch 3,17).
El acercamiento a los paganos tuvo que ser más difícil, pues no existía un punto de conexión inmediata. Resulta ya imposible dilucidar cuánto hay de historia y cuánto de creación lucana en la escena del areópago ateniense (Hch 17); en la narración actual la conexión con el auditorio es perfecta: Pablo comienza alabando el clima espiritual que ha percibido en la ciudad (aunque previamente Lucas le presenta contemplándolo con indignación), y luego citando poetas y filósofos supuestamente conocidos por los atenienses. El discurso ha quedado cojo, pues salta directamente del mono-teísmo a Cristo sin una previa explicación de las esperanzas mesiánicas (=cristológicas) de Israel. En todo caso Pablo necesitó elaborar una teodicea para poder conducir a sus oyentes al monoteísmo y la trascendencia antes de afirmar el hecho específico cristiano. En 1Tes 2,9s menciona explícitamente los dos pasos: «cómo os convertisteis de los ídolos a Dios y a esperar a su Hijo, a quien él resucitó de entre los muertos, etc».
El libro de los Hechos permite ver cómo la palabra del mensaje cristiano se difunde en cascada: la sinagoga abre el acceso a sus afines -aunque incircuncisos- «temerosos de Dios», y éstos pueden servir de puente hacia los simples paganos. La búsqueda de puentes es in-dispensable.
CON LA FUERZA AGRESIVA DE LO NUEVO
A pesar del intento de conexión con el auditorio, es evidente que la predicación cristiana comporta siempre una sorprendente novedad: se predica una conversión. Pedir a los judíos que reconozcan en un crucificado («maldito» según Dt 21,23) el cumplimiento de sus esperanzas es ponerles las cosas muy cuesta arriba; reconocer como error (Hch 3,17) o incluso como maldad (3,13s) la actuación de las autoridades del pueblo en relación con Jesús implica una opción por el desamparo y el riesgo que lleva consigo el alejamiento del poder. Y la progresiva sustitución de la ley por Jesús como principio salvífico lleva a la pérdida de unas seguridades religiosas muy queridas.
En el mundo griego la ruptura exigida es más fuerte; todo un universo religioso tiene que desaparecer, y los cultos fáciles, descomprometidos, y, a veces, suntuosos de los majestuosos templos helenistas no encuentran una sustitución satisfactoria: con la predicación cristiana llega una original oleada de «secularización», desde la que tanto lo divino como lo humano recuperan su lugar y surge un nuevo tipo de «hombre religioso», ahora incapacitado para manipular impunemente a la divinidad. Y junto con ello, una fuerte renovación moral, particularmente en el campo de la sexualidad, no es precisamente el mejor camino para la integración social del momento. Es claro que no se puede escuchar impunemente la predicación cristiana.
UN ANUNCIO SOSTENIDO POR LA COMUNIDAD CRISTIANA
El carisma de la predicación es concedido a determinadas personas, no a todo cristiano; pero la entera comunidad creyente se siente inquieta por la difusión del mensaje. Desde los primeros días encontramos al grupo de creyentes orando para que el anuncio vaya adelante: «concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía» (Hch 4,29).
La comunidad de Antioquía nos es presentada como impulsora de la predicación de Pablo y Bernabé; ella ora, les impone las manos y los envía (Hch 13,3), y ella recoge gozosa la noticia del éxito en la misión (Hch 14,27). Esa actitud de respaldo al misionero va a ser característica de la comunidad de Filipos en relación con Pablo: «vuestra participación en el progreso del evangelio desde el primer día» (Flp 1,5).
Se supone que en muchos casos la dedicación al anuncio es exclusiva, por lo cual los misioneros necesitan ser mantenidos. Los discursos sinópticos de misión nos han conservado la consigna de que «digno es el obrero de su salario» (Mt 10,10; Le 10,7). En la comunidad de Mateo se considera como praxis necesaria mantener y alojar a los predicadores itinerantes: «el que recibe a un profeta por ser profeta recibirá premio de profeta. El que dé a beber aunque no sea más que un vaso de agua a uno de estos mis pequeños porque es mi discípulo no quedará sin recompensa» (Mt 10,41S). Y en la carta a Gayo, uno de los motivos de elogio es la acogida para con los misioneros (3Jn 5s).
ANUNCIO GRADUAL EN DESARROLLOS PROGRESIVOS
La iglesia crece en su comprensión intelectual y vital de la propia fe, y nuevas situaciones requieren y provocan nuevos desarrollos. La predicación «oportuna e inoportuna» (2Tim 4,2) es un hecho de la vida cotidiana; hay predicación «inoportuna», la no buscada ni deseada, la inicial o kerigmática: nadie pidió a Pedro que hablase a los peregrinos en la fiesta de Pentecostés (Hch 2,14), ni a Pablo que entablase contacto con las filipenses reunidas el sábado a la orilla del río (Hch 16,13). Pero, una vez abrazada la fe, la comunidad necesita nuevas palabras que «rellenen» el kérigma inicial y den respuesta a los problemas que van surgiendo. Así se pasa del primer anuncio a la catequesis, realizada tanto por emergentes «ministros locales» como por el apóstol o profeta itinerante que vuelve a visitar a sus evangelizados. Las cartas apostólicas forman parte de esta segunda «predicación».
Un grado superior del ministerio de la palabra es la reflexión teológica o didaskalía, que lleva a una lectura en profundidad de los hechos creídos, a veces realizada por escuelas especializadas (sobre todo de la «escuela de S. Mateo», de la «escuela joánica» y de la «escuela paulina»). La gran fuente de profundización iluminadora es el Antiguo Testamento.
PREDICADORES QUE ARRIESGAN
La palabra evangélica siempre resulta amenazadora para situaciones cómodas, poderes tácticos, rutinas, intereses; por eso suscita persecución. La crítica de Jesús al judaísmo se prolonga, con diversos grados de intensidad, en la predicación y praxis de la Iglesia. Ya el simple hecho de anunciar a Jesús como salvador implica una recriminación para quienes le eliminaron; y la reacción no se deja esperar: «llamaron a los apóstoles, los azotaron y les prohibieron terminantemente hablar más de Jesús» (Hch 5,40).
Esteban extrae consecuencias inmediatas del mensaje de Jesús, ejerce su crítica contra el judaísmo oficial y es víctima de un proceso humillante y de un linchamiento popular (Hch 7). Pablo de Tarso, que entiende mucho de oposición a los «herejes» sin componendas, tendrá que aguantar las blasfemias sinagogales contra su nuevo camino (Hch 19,9) y sufrir en propia carne los latigazos y lapidaciones que como él sabe muy bien están establecidos contra los disidentes (2Cor 11,24s: «cinco veces me dieron los treintainueve latigazos, tres veces me azotaron con varas, una vez me apedrearon»).
Otras veces la persecución procede del mundo civil, que no tolera la puesta en cuestión de los cultos imperiales o el abandono de los templos paganos y del comercio que ellos generan: «predican costumbres que nosotros, siendo romanos, no podemos aceptar ni practicar» (Hch 16,21); «hay peligro de que caiga en menosprecio el gran templo de la diosa Artemisa» (Hch 19,27).
Con razón tendrá que confesar Pablo que a los apóstoles Dios nos ha asignado el último lugar, convirtiéndonos en espectáculo irrisorio para el mundo entero (1Cor 4,9), «siempre expuestos a la muerte por causa de Jesús» (2Cor 4,11).
Sin duda la tentación de Jeremías («no volveré a recordarlo ni hablaré más en su nombre») pasó por el ánimo de más de un misionero de primera hora, pero, seguramente, también él experimentó que la palabra de Dios era fuego en su carne, prendido en sus huesos, y que, aunque intentase apagarlo, no podría (cf. Jr 20,9).