ELLA tenía razones poderosas para cuidarse, para permanecer tranquila en Nazaret. Necesitaba tiempo para asimilar su inesperada maternidad. Nadie podía exigirle que, después del susto, no pensara durante un tiempo en sí misma.
TÚ tienes también tus problemas. Quizá no son enormes, pero en más de una ocasión te han servido de excusa para no complicarte la vida. Tienes derecho a disfrutar del fin de semana después de cinco días de trabajo intenso. Andas ajustado económicamente como para dar una cuota fija a Caritas. El médico te ha dicho que tienes que descansar más, que ya no tienes años para andar visitando ancianos solitarios en sus casas. Tus padres insisten en que lo primero es el estudio y luego, si sobra tiempo, puedes empezar a pensar en otras cosas. Lo oyes a menudo por la calle: «Nadie va a resolver mis problemas».
Ella, no obstante, dejó la aldea de Nazaret y, sin pensarlo dos veces («con prontitud» dice Lucas), se puso en camino hacia Ain Karim, el pueblo de su pariente Isabel. No se había recuperado del asombro producido por el anuncio del ángel y ya estaba pensando en la manera concreta del echar una mano. Los 160 kilómetros que separan Nazaret de Ain Karim fueron testigos del paso decidido de una muchacha solidaria.
Tú, en más de una ocasión, has sentido algo semejante. No eres tan insensible como para no darte cuenta de que tus hijos necesitan que les dediques más tiempo. Quieren comentarte cómo les va en el colegio y lo bien que lo han pasado con los amigos el fin de semana. Tú sabes que tus padres son algo más que trabajadores a tu servicio y que sería bueno decírselo alguna vez. Alguien te ha dicho que en el tercero hay una pareja de ancianos que apenas reciben visitas. El otro día en la parroquia pidieron voluntarios para repartir los sobres de la campaña contra el hambre. Has descubierto que en el colegio hay una chica a la que nadie invita nunca a dar una vuelta. De acuerdo, tú también tienes tus problemas, andas con el tiempo tasado, se te ha echado encima una semana a tope. Dice Lucas que ella lo hizo «con prontitud». ¿Cuánto tardas tú en recorrer los tres metros que te separan de tus padres, los dos pisos que hay entre el tuyo y el de los ancianos solitarios?
Ella no entró en casa de Isabel haciéndose la importante, quejándose de la cantidad de cosas que había tenido que dejar en Nazaret para venir a servirle, poniendo cara de sufridora, exigiendo sutilmente reconocimiento. Ella entró saludando; es decir, regalando a manos llenas la gracia y la paz. Desbordó tanta alegría que hasta el pequeño Juan se vio afectado por esas ondas misteriosas de entusiasmo.
Tú, cuando te pones en camino, siempre estás tentado de que tu mano izquierda se entere bien de lo que hace la derecha. A veces -es verdad- no te importa hacer un favor, pero tampoco está de más que te lo agradezcan. Te has sorprendido en más de una ocasión haciendo una lista de los esfuerzos que has tenido que hacer «para estar un ratito contigo, chica». Cuando piensas en ella sientes que tu entrega tiene que ser gratuita. Si no, ¿qué gracia tiene? ¡Ya hay mucha gente que hace muchas cosas, y a veces duras, para recibir algo a cambio! Comprendes que la tarjeta de visita de una entrega gratuita es siempre la alegría y la sencillez.
Ella se vio inmediatamente correspondida por Isabel. No rechazó la alabanza. Simplemente, con el espíritu alegre, la dirigió al que es la fuente de todo amor, prorrumpió en un canto de agradecimiento a Dios, su salvador.
Tú sabes muy bien que si brota de ti un pequeño gesto de entrega es porque Alguien se te entrega todos los días sin reservas. ¿Has pensado ya en cantar tu «Magnificar»?