Sospecho que nunca una generación en la historia ha experimentado tanto cambio como el que nosotros hemos experimentado en los últimos sesenta años. Ese cambio es no sólo en las áreas de la ciencia, la tecnología, la medicina, los viajes y las comunicaciones; es sobre todo en el área de nuestra infraestructura social, de nuestros comunales códigos de valores. Y quizás en ninguna parte es más radical este cambio que en el área de cómo entendemos el sexo. En los últimos setenta años hemos presenciado tres cambios importantes y tectónicos en cómo entendemos el lugar del sexo en nuestras vidas.
Primero, nos apartamos del concepto de que el sexo está moralmente conectado a la procreación. Con pocas excepciones, antes de 1950, al menos en términos de nuestras nociones morales y religiosas sobre el sexo, éste era entendido como conectado constitutivamente a la procreación. Esta conexión no siempre fue respetada, por supuesto, pero era parte de nuestros comunales códigos de valores. Esa conexión, aunque fue mantenida todavía en algunas de nuestras iglesias, de hecho decayó en nuestra cultura hace unos sesenta años.
La segunda ruptura fue más radical. Hasta los 1960, nuestra cultura asociaba sexo a matrimonio. La norma era que el único lugar moral para el sexo estaba dentro del matrimonio. De nuevo, por supuesto, esto no siempre fue respetado y había mucho sexo que tenía lugar fuera del matrimonio. Pero esto no era moral ni religiosamente aceptado ni bendecido. La gente tenía sexo fuera del matrimonio, pero nadie afirmaba que eso estuviera bien. Era algo por lo que se pedía disculpas. La revolución sexual de los 1960 rompió prácticamente ese eslabón. El sexo, en nuestra apreciación cultural, ha venido a ser una parte adicional de datación, y uno de los frutos de eso es que más y más gente vive ahora junta fuera del matrimonio y antes del matrimonio, sin el menor sentido de implicación moral. Esto ha venido a ser hoy tan prevalente que el sexo fuera del matrimonio es más la norma que la excepción. Más y más jóvenes hoy ni siquiera tendrán una discusión moral sobre esto con sus padres ni con sus iglesias. Su voluble respuesta es: “No pensamos como vosotros”. Desde luego que no.
Pero el cambio en nuestros sexuales códigos de valores no acabó ahí. Hoy más y más estamos presenciando -no lo menos en nuestros campus universitarios- el fenómeno del sexo en conexión con cadenas de radio, donde el sexo está deliberada y conscientemente separado del amor, la emotividad y el compromiso. Esto constituye el cambio más radical de todos. El sexo está ahora separado del amor. Como Dona Freitas (El fin del sexo), entre otros, ha documentado, más y más jóvenes deciden conscientemente retardar la búsqueda del compañero de matrimonio mientras se preparan para una carrera o empiezan esa carrera y, mientras están en ese espacio, que podría durar dondequiera de diez a veinte años, planean ser sexualmente activos, pero con esa actividad sexual conscientemente separada del amor, la emotividad y el compromiso. La idea es unir eventualmente el sexo al amor y al compromiso, pero primero separarlo durante algunos años. Tristemente, hoy estos códigos de valores están echando raíces entre muchos jóvenes. Por supuesto, de nuevo, como con los otros cambios en nuestra comprensión del sexo, esto también nos ha rodeado siempre, lo cual atestiguan el fenómeno de la prostitución y los bares de solteros. Pero, hasta ahora, nadie ha afirmado que esto sea sano.
Lo que molesta particularmente no es que haya sexo que tenga lugar fuera de su prescrito ámbito cristiano, el matrimonio. Los seres humanos han luchado con el sexo desde el comienzo de los tiempos. Más preocupante es que más y más esto no sólo está siendo mantenido como norma; es también, entre muchos de nuestros propios hijos, entendido y aclamado como progreso moral, una liberación del oscurantismo, con la concomitante comprensión, frecuentemente divulgada con alguna presunción moral, de que cualquiera que aún mantenga el tradicional punto de vista sobre el sexo necesita iluminación moral y psicológica. ¿Quién está juzgando a quién aquí?
Esto puede que no me haga popular entre muchos de mis coetáneos, pero quiero manifestar aquí inequívocamente que separar nuestra cultura de los lazos no negociables entre sexo y matrimonio es sencillamente equivocado. Y también ingenuo.
Una vez asistí a una conferencia sobre sexualidad en la que la nota tónica de la conferenciante -una renombrada teóloga- indicaba que las iglesias siempre habían estado demasiado inflexibles sobre el sexo. Tenía razón en eso. Estamos aún lejos de integrar sanamente sexualidad y espiritualidad. Sin embargo continuó preguntando: “¿Por qué toda esta ansiedad sobre el sexo? ¿Quién ha sido de algún modo perjudicado por él?”. Una mirada más sensata podría sugerir: “¿Quién no ha sido perjudicado por él?” La historia está salpicada de corazones desgarrados, familias deshechas, vidas rotas, amarguras terminales, asesinatos y suicidios en los que el sexo es la úlcera.
Nuestras iglesias nunca han generado, reconocidamente, una teología y espiritualidad del sexo plenamente sana y robusta, aunque tampoco lo ha hecho ninguna otra institución, secular o religiosa. Sin embargo, lo que ha generado -su tradicional moralidad y código de valores- da un oportuno e importante aviso a nuestra cultura: ¡No seáis ingenuos en relación a la energía sexual! ¡No siempre es tan amistosa e inconsecuente como creéis!