Margaret Atwood escribió una vez que en ocasiones una cosa necesita ser dicha, y dicha, y dicha de nuevo, hasta que ya no se necesite decirla más. Por eso escribo anualmente una columna sobre el suicidio, generalmente diciendo las mismas cosas una y otra vez. La esperanza es que, como una nota incluida en una botella y puesta a flote en el mar, mi pequeño mensaje podría encontrar a alguien que necesitase consuelo después de perder a un ser querido por suicidio.
¿Qué hay que decir, y decir de nuevo, sobre el suicidio? Cuatro cosas.
Primera, que es una enfermedad y tal vez la más incomprendida de todas ellas. Tendemos a pensar que, si una muerte es autoinfligida, resulta voluntaria de un modo que la muerte por enfermedad física o accidente no lo es. Para la mayoría de los suicidios, esto no es verdad. Una persona que muere por suicidio, muere como lo hace la víctima de una enfermedad terminal o un fatal accidente, no por su propia elección. Cuando la gente muere por ataques cardiacos, ataques cerebrales, cáncer, AIDS y accidentes, muere contra su voluntad. Lo mismo es verdad para el suicidio, excepto que, en el caso del suicidio, el golpe es emocional más bien que físico: un ataque emocional, un cáncer emocional, un derrumbe del sistema inmunitario emocional, una fatalidad emocional.
Esto no es una analogía. Hay diferentes clases de ataques cardíacos, ataques cerebrales, cánceres, derrumbes del sistema inmunitario y accidentes fatales. Sin embargo, todos ellos tienen el mismo efecto; todos ellos quitan la vida contra su propia voluntad. Quien muere por suicidio no necesariamente quiere morir. Sólo quiere poner fin a un dolor que ya no se puede soportar, semejante a alguien que salta a su muerte de entre un edificio en llamas porque sus ropas están ardiendo.
Segunda, no deberíamos preocuparnos indebidamente acerca de la salvación eterna de una víctima del suicidio, creyendo (como solíamos hacer) que el suicidio es el último acto de desesperación y algo que Dios no perdonará. Dios es infinitamente más comprensivo que nosotros, y las manos de Dios son infinitamente más seguras y más benignas que las nuestras. Imaginaos una amorosa madre que acaba de dar a luz, acogiendo a su hijo en su pecho por primera vez. Esa -creo yo- es la mejor imagen con que tenemos que describir cómo una víctima del suicidio (casi siempre, un alma excesivamente sensible) es recibida en la nueva vida. Dios es infinitamente comprensivo, cariñoso y amable. No debemos preocuparnos por el destino de nadie -cualquiera que sea la causa de la muerte- que abandona este mundo siendo honrado, hipersensible, gentil, forjado y emocionalmente aplastado. Dios tiene un amor especial por los abatidos y aplastados.
Con todo, conocer todo esto no quita necesariamente nuestro dolor (y enojo) al perder a alguien por suicidio; pero la fe y comprensión no suponen eliminar nuestro dolor sino más bien darnos esperanza, visión y apoyo mientras caminamos en nuestro dolor.
Tercera, no deberíamos torturarnos con la duda cuando perdemos a un ser querido por suicidio: “¿Qué podría haber hecho? ¿Dónde dejé plantada a esta persona? ¿Si únicamente hubiera estado allí? ¿Qué si…” Puede ser natural estar obsesionado con el pensamiento, “si únicamente hubiera estado allí en el momento preciso”. Difícilmente esto habría cambiado las cosas. Ciertamente, la mayoría de las veces no estábamos allí por la sencilla razón de que la persona que cayó víctima de esta enfermedad no quería que estuviéramos en su presencia. Ella escogió el momento, el lugar y los medios exactamente para que no estuviéramos allí. Tal vez sea más correcto decir que el suicidio es una enfermedad que elige a su víctima precisamente de modo que se excluya a otros y su atención. Esto no es una excusa para la insensibilidad, especialmente hacia aquellos que sufren de depresión peligrosa, pero debería ser un saludable freno contra la falsa culpa y la duda infructuosa.
Somos seres humanos, no Dios. La gente muere de enfermedad y accidentes todo el tiempo, y a veces todo el amor y atención del mundo no pueden impedir la muerte de un ser querido. El amor, a pesar de todo su poder, es a veces impotente ante una enfermedad terminal.
Cuarta, cuando perdemos a un ser querido por suicidio, una de nuestras tareas es trabajar por redimir la memoria de esa persona, a saber, poner la vida de esa persona en una perspectiva en que su memoria no quede manchada para siempre porque sea vista a través del prisma del suicidio.
Una respuesta humana idónea y de fe al suicidio no debería ser el horror, el temor por la salvación eterna de la víctima, la duda culpable sobre cómo abandonamos a esta persona y un tono acallado y guardado para siempre después, cuando hablamos de ella. El suicidio es ciertamente una manera horrible de morir, pero debemos entenderlo (al menos en la mayoría de los casos) como una debilidad, un mal, una enfermedad, un derrumbe en el sistema inmunitario emocional. Lo principal: debemos confiar en Dios, la bondad de Dios, la comprensión de Dios, el poder de Dios para descender a los infiernos y el poder de Dios para enmendar todas las cosas, incluso la muerte por suicidio.