El Tamaño de Nuestros Corazones. ¿Grandes o chiquitos?

 

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Es común, especialmente entre autores religiosos, describir el corazón humano como chiquito, estrecho y mezquino:¡Cuidado que somos estrechos de miras y mezquinos!”
 
Me parece esto preocupante, ya que especialmente los pensadores religiosos deberían tener más juicio y analizar mejor. Dios no nos ha creado y puesto en esta tierra con corazones chiquitos, estrechos y mezquinos. Al revés; lo contrario es cierto. Dios nos pone en este mundo con corazones enormes, corazones tan profundos como el Gran Cañón del Colorado. El corazón humano como tal, cuando no se parapeta y se cierra en sí mismo por miedo, heridas y paranoia, es la antítesis de la mezquindad. El corazón humano, como lo describe San Agustín, no queda satisfecho con nada que sea menos que el infinito mismo. No hay nada pequeño con respecto al corazón humano.
 
Pero entonces, ¿por qué nos encontramos de hecho a nosotros mismos, con tanta frecuencia, relacionándonos con el mundo, con los otros y con Dios, con corazones chiquitos, estrechos y mezquinos?
 
El problema no es el tamaño o la dinámica natural del corazón humano, sino lo que el corazón tiende a hacer cuando se siente herido, con miedo, no respetado, paranoico, o engañado por la codicia y el egoísmo. Es precisamente entonces cuando se encierra en sí mismo, no se abre a a su propia  grandeza y profundidad y se vuelve estrecho, mezquino, miedoso y egoísta. Pero esa conducta es anómala; no refleja el corazón humano en su situación normal o en sus mejores momentos. En su situación normal o en sus mejores momentos, el corazón humano es enorme, generoso, noble y dispuesto al sacrificio.
 
Los Padres de la Iglesia Primitiva recurrían a un modo sencillo para expresar esta nuestra lucha interior. Nos enseñaron que cada uno de nosotros tiene como dos corazones, dos almas: Afirmaban que en cada persona hay un corazón pequeño, mezquino, una “pusilla anima” ( “alma pequeña”, en latín). Este es el corazón con el que actuamos cuando no estamos en los mejores momentos. Éste es el corazón con el que sentimos nuestras heridas y nuestro distanciamiento de los otros. Éste es el corazón con el que estamos crónicamente irritados y enojados; el corazón con el que sentimos la injusticia de la vida; el corazón con el que detectamos a los otros como amenaza; el corazón con el que sentimos envidia y amargura, y el corazón con el que se abren paso en nosotros la codicia, la lujuria y el egoísmo. Éste es también el corazón que quiere situarse aparte y por encima de los demás. Y éste es el corazón descrito casi siempre por los pensadores religiosos cuando describen la naturaleza humana como chiquita y mezquina.
 
Pero los Padres de la Iglesia Primitiva enseñaron también que, dentro de cada uno de nosotros, hay así mismo otro corazón diferente, una “magna anima” (“alma grande”, en latín), un corazón enorme, profundo, grande, generoso y noble. Éste es el corazón con el que actuamos cuando estamos en nuestros mejores momentos. Éste es el corazón con el que sentimos empatía y compasión. Éste es el corazón con el que somos enardecidos con ideales nobles. Éste es el corazón con el que incipientemente sentimos la presencia de Dios en fe y esperanza, y podemos dirigirnos a los otros con caridad y perdón. Dentro de nosotros mismos, con frecuencia enterrado lamentablemente bajo las agobiantes heridas que lo mantienen lejos de la superficie, se agazapa el corazón de un santo, estallando por salir fuera, a la superficie.
 
De este modo, cualquier día y en cualquier momento, podemos sentirnos o como Madre Teresa o como un amargado terrorista. Podemos sentirnos listos para entregar nuestra vida en martirio o podemos sentirnos dispuestos a acoger la sensación de pecado. Podemos sentirnos como el noble Don Quijote, inflamado de idealismo, o podemos sentirnos como un desesperado cínico, contento de apañarse y quedarse tranquilo con cualquier compensación y placer de corto alcance que la vida pueda ofrecerle, en vez de creer en posibilidades más profundas y vigorizantes para nosotros mismos y para los otros. Todo depende del corazón (grande o chiquito) al que estemos conectados en un momento dado.
 
Si eso es cierto, entonces nuestra invitación a otros para impulsarles hacia la nobleza de corazón será mucho más efectiva cuando, en vez de hacer énfasis en sus faltas y en su estrechez, les invitamos más bien a intentar acceder a lo mejor, al nivel más alto dentro de ellos mismos.
 
Y esto no es una variación del dicho famoso que reza: “Se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre”. Es una variación de la dinámica del arrepentimiento y de la sanación tal como los describe el gran místico San Juan de la Cruz. Según él, el camino más efectivo para encaminarse hacia la curación consiste en no concentrarse en las áreas morales y espirituales en las que tenemos que luchar de manera especial. Según él, nos curamos, crecemos y finalmente “cauterizamos” nuestros fallos soplando a las llamas de lo virtuoso, de lo mejor dentro de nosotros mismos. Cuando abanicamos nuestras virtudes hasta que se conviertan en llamarada, ese fuego finalmente quema nuestro egoísmo y nuestras heridas. Nuestras virtudes, cuando les inyectamos aire fuerte hasta hacerlas llamaradas, no dejan espacio dentro de nosotros para la mezquindad y para la actitud de corazón chiquito. El avivar lo más valioso en nosotros mismos nos impulsa finalmente, cada vez más, a vivir según nuestro corazón grande, más que según nuestro corazón mezquino.
 
No todo se puede apañar o curar, pero habría que llamar a todo correctamente por su nombre. En ninguna otra instancia es esto más importante como en el modo cómo llamamos al tamaño y a las luchas del corazón humano. No somos nosotros almas mezquinas que, de vez en cuando, hacemos cosas nobles. Somos más bien almas nobles que, lamentablemente, de cuando en cuando hacemos cosas mezquinas.
 

Foto por qthomasbower