El trabajo llena muchas horas de nuestras vidas. Ese tiempo no se hace cristiano a base de jaculatorias, sino cuando vamos cumpliendo las cláusulas escondidas de nuestro convenio colectivo con Dios y con los hermanos.
No es lo mismo la cabina de un cuatro ejes que el despacho de un ejecutivo. La diversidad es mucha. Todos los trabajos, sin embargo, se rigen por el mismo estatuto básico: «Llenad la tierra y sometedla» (Gn 1,28). La letra pequeña también cuenta: «Con el sudor de tu frente comerás el pan» (Gn 3,19). Y en otra versión: «Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma» (2 Tes 3,10). El trabajo es, en definitiva, si la enfermedad o el desempleo no lo Impiden, una dimensión esencial del ser humano.
No se hacen cristianas las ocho horas de curro por salpicarlas de jaculatorias. Son cristianas cuando en ellas hacemos «la voluntad del Padre celestial« (Mt 7,21). 0 sea, cuando nos esforzamos por Ir viviendo algunos artículos escondidos de nuestro convenio colectivo con Dios y los hermanos.
Echo un vistazo al periódico de la mañana y compruebo en letras de imprenta lo que he vivido de cerca: la rentabilidad se alza contra las personas. Ya sé que hay que tener para distribuir, pero este cuento siempre acaba de la misma forma. Yo también estoy atrapado en esta red. Pocas veces voy más allá de la indignación y el comentario. Tendría que denunciar en ocasiones lo que niega el derecho a muchos de mis hermanos y no dejarme llevar por la rutina y el miedo. Y si soy yo empresario, debería asegurar este derecho por encima de los balances, no sea que un día sienta sobre mi las palabras que no quiero: «En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo» (Mt 25,45). El trabajo es un don y es un derecho. Claro. Pero no sólo mío. No da igual que empiece cada día con estos pensamientos o preocupado por los resultados de la liga.
Ocho horas empleo en el trabajo. Menos me convierte en un ser ocioso. Más me aleja de las fuentes de la vida. No ama más quien más trabaja, sino quien más se entrega. 210.000 pesetas conseguidas en jornadas diarias de diez u once horas valen menos que un beso en la mejilla. Un repaso de matemáticas con Javi, 9 años, vale más que un coche de 16 válvulas. Contrastes que deciden un estilo.
Un hijo de Dios ¡mita a su Padre en la obra bien hecha. Si limpio, limpio. Y si alicato un baño, alicato un baño. El Reino no avanza a base de chapuzas. No tengo que ser un genio, pero puedo hacer bien lo que me han encomendado. Y al hacerlo, prolongo la creación de Dios y pongo un grano de arena para que esto sea mejor, más noble y más bello. Hacer el trabajo bien es una forma excelsa de solidaridad. Los otros se merecen buenos alimentos, buenas clases, buenas sillas.
Llego al curro y me encuentro con los compañeros. Trabajar es poner nuestra nota dentro de un gran pentagrama. Y caigo en la cuenta de que «del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo» (1 Cor 12,12). Y entonces sí, me recojo un momento y, pensando en todos, le digo: «Que todos seamos uno» y aprovecho el bocadillo para charlar un poco con Antonio, que no levanta cabeza desde hace una semana.
A veces sé para quien trabajo. Otras lo que hago se pierde en un destino universal, se funde en un inmenso trabajo colectivo. Y eso multiplica su eficacia: «Si amáis sólo a los que os aman, ¿qué gracia tiene eso?» (Mt 5,46). Pero sé que cuando llegue el día 30 recibiré mi nómina. No soy tan desinteresado. Y sé también que se irá yendo como se va todos los meses. ¿Qué pasaría si, desde hoy, una porción fuera siempre para los más pobres? ¡Es que les pertenece! ¿Me atrevo con el 5% para empezar?