Como reza un conocido principio soteriológico, «lo que no ha sido asumido no ha sido sanado» (Gregorio Nacianceno, Epístola 101). Era necesario que Jesús de Nazaret asumiera la condición, trabajadora, «Aquel que, siendo Dios, se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de los años de su vida terrena al trabajo manual junto al banco de carpintero. Esta circunstancia constituye por sí sola el más elocuente evangelio del trabajo» (Laborem Exercens 26).
«Cristo unió la obra de la redención al trabajo en el taller de Nazaret» (Juan Pablo II). Nos redimió tanto cuando trabajaba de carpintero como cuando derramaba su sangre en la cruz. El trabajo que encallecía sus manos y cubría de sudor su frente era instrumento de nuestra salvación.
Cristo ha querido asociar a la redención obrada por él a todos los creyentes. Esto lo consigue el cristiano cuando, injertado vitalmente a Cristo, como el sarmiento a la vid, ejecuta su trabajo unido por la gracia e intencionalmente al Redentor, y acepta con alegría la dureza que el trabajo comporta.
«El trabajo os asocia más estrecha-mente a la Redención, que Cristo realizó mediante la cruz, cuando os lleva a aceptar todo cuanto tiene de penoso, de fatigoso, de mortificante, de crucificante en la monotonía cotidiana, cuando os lleva incluso a unir vuestros sufrimientos a los sufrimientos del Salvador, para completar lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia» (Juan Pablo II, Alocución a los obreros en Sao Paulo el 3.7.1980).
EL TRABAJO, ILUMINADO POR LA RESURRECCIÓN DE CRISTO
La resurrección de Cristo constituye «el signo que preanuncia un Cielo Nuevo y una Tierra Nueva» (Ap 21,1), cuando Dios «enjugará las lágrimas de nuestros ojos, no habrá ya muerte, ni luto, ni afán, porque las cosas de este mundo ya han pasado» (Ap 21,4 y Dives in misericordia 8).
«En el trabajo humano el cristiano descubre una pequeña parte de la cruz de Cristo y la acepta con el mismo espíritu de redención con el cual Cristo ha aceptado su cruz por nosotros» (Laborem exercens 27). El cristiano, cuando trabaja, no puede quedarse anclado en la cruz, en la fatiga, dureza y el dolor, como los discípulos de Emaús que, la tarde del día de Pascua, todavía vivían psicológicamente el Viernes Santo.
«Se descubre en esta cruz y fatiga un bien nuevo que comienza con el mismo trabajo: con el trabajo entendido en profundidad y bajo todos sus aspectos, y jamás sin él» (Laborem exercens 27).
Así pues, la relación de la resurrección de Cristo con el trabajo humano apunta, desde el ángulo subjetivo, es decir, de la persona del trabajador, al mérito y a la gloria celestial de que al trabajar en las debidas condiciones, nos hacemos acreedores. Y desde el ángulo objetivo, o sea, de la materia que intentamos transformar con nuestro trabajo, apunta a los «cielos nuevos y a la tierra nueva» de los cuales el trabajo es, hasta cierto punto, una preparación.